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¿El fin del Estado?

El final del siglo XX ha conocido un peculiar discurso político, que los anglosajones han denominado con gracejo como endism. Es un discurso que constata por doquier la deconstrucción y el final de las realidades hasta entonces más tópicas: el fin de las ideologías, de la política, de la modernidad, de la historia y, lo que ahora nos interesa, el fin del Estado. Esta última afirmación se ha convertido en un auténtico mantra que, paradojicamente, suele ser recitado con sospechosa convicción por aquellos que suspiran por conseguir para sí un nuevo Estado. Ahora bien, dejando de lado esta característica inconsecuencia de los nacionalistas, ¿hay algo de cierto en este anunciado "fin del Estado"?

Siguen existiendo un 'dentro' y un 'fuera estatales para el habitante del mundo actual

Lo primero que puede afirmarse es la elevada dosis de etnocentrismo (eurocentrismo) que contiene esta apreciación, que sería escuchada con perplejidad e incomprensión en otros continentes donde no se plantean dudas existenciales en cuanto a la pervivencia de uno de los artefactos políticos más exitosos creados por la humanidad. Es más, sonaría incluso sarcástica tantos lugares de violencia, pobreza y subdesarrollo que están pidiendo a gritos la aparición del Leviathan estatal como instrumento necesario de emancipación social (pienso en África y en gran parte del mundo musulmán).

Lo segundo es la necesidad de precisar de qué estamos hablando cuando anunciamos la muerte del Estado. ¿Estamos hipotetizando la desaparición de las relaciones de poder y autoridad de nuestras sociedades y su conversión en un ámbito carente de jerarquías verticales? Esta sería la profecía de Engels, la de que el Estado actual sería substituído por la mera administración de los bienes, sin necesidad alguna de relaciones de dominio y sujección. Algo no ya utópico, sino simplemente estúpido. Una visión alternativa a ésta sería la que, conservando las relaciones de dominación, las traslada a un único ámbito: los plurales Estados desaparecerían y serían absorbidos por una autoridad mundial. Esta idea, que inicialmente puede hasta resultar atractiva para el difuso cosmopolitismo bienpensante que nos rodea, es bastante inquietante para cualquier ciudadano prudente (¿cómo se controlaría un poder tal?) y, sobre todo, contradice todo lo que sabemos acerca de la condición humana. En efecto, como el Kant cosmopolita de La paz perpetua recordaba, "un poder universal aniquilaría los gérmenes del bien, [es decir] la diferencia y la competencia entre poderes independientes que garantizan el equilibrio y el progreso". Por otro lado, desde un punto de vista empírico puede afirmarse que el sistema actual de Estados no muestra el más mínimo signo de encaminarse hacia un Superestado mundial, sino a algo muy distinto: a un sistema de Estados soberanos independientes que se coordinan cada vez más en organizaciones internacionales, sobre todo regionales, pero sin ceder a éstas soberanía apreciable alguna (el caso de Europa es especial y único).

Excluidas ambas alternativas -el mundo sin poder y el mundo con un solo poder-, parece que el discurso del fin queda circunscrito en su alcance a la constatación de que el Estado actual "hace aguas por arriba y por abajo", en feliz expresión de Gurutz Jáuregui. Por arriba, la globalización económica le arrebataría la capacidad de adoptar decisiones autónomas o políticas propias, y le obligaría a aceptar el dominio de un mercado mundial movido por unas relaciones transnacionales características que escapan al control de los Estados. Por abajo, el Estado se vería discutido en su propio ámbito por poderes más cercanos al ciudadano, que desarrollan con más eficacia que él las funciones políticas de integración simbólica y gestión de los bienes públicos (etnicidad, regionalización, subsidiariedad). El Estado se nos habría vuelto demasiado grande para lo que importa al ciudadano, y demasiado pequeño para lo que afecta al mundo.

¿Qué hay de cierto en todo esto? Mucho y nada. Es correcta esa descripción del ambiente en que el Estado actual se mueve; no lo es la conclusión que de ello se pretende deducir. En primer lugar, la globalización no es un fenómeno nuevo, sino coetáneo y coextensivo al nacimiento del Estado moderno, un ente político que nació precisamente en el marco de la competencia y la lucha en los siglos XVII y XVIII europeos. La limitación de su soberanía le es consustancial y, por mucho que en la actualidad esa limitación sea más intensa, el Estado conserva su autonomía y se bandea muy bien en ese mundo. Son los Estados los que, en definitiva, garantizan las condiciones de posibilidad del mercado globalizado (se suele olvidar, con una gran miopia, que no hay mercado sin gobierno), y mantienen un protagonismo notable en el juego mundial (David Held). La multiplicación de relaciones interconectadas en la complejísima sociedad transnacional actual no resta poder a ninguno de los actores que intervienen en el juego, sino que simplemente incrementa su número. El poder no es un depósito tasado, sino una relación: a más complejidad, más poder a repartir.

La actuación del Estado a nivel mundial muestra que la suya es una mala salud de hierro: se ve obligado a coordinarse con otros, a aceptar la independencia del flujo de decisiones transnacionales, a jugar sus cartas en el margen de una opinión mundial cada vez más activa. Y, sin embargo, retiene un apreciable margen de autonomía y sigue pudiendo presentarse ante sus ciudadanos como una instancia imprescindible, como el actor que mejor les defiende. En definitiva, siguen existiendo un dentro y un fuera estatales para el habitante del mundo actual y, precisamente, son quienes no poseen un dentro fuerte los que peor lo pasan.

Queda entonces el segundo aspecto, el que nos habla de lo que le sucede al Estado en su interior, en su relación con los súbditos. Pero aquí, más que del fin del Estado tout court, se está hablando del fin de una de sus variedades, la del Estado-nación, con lo se está introduciendo en el discurso un nuevo elemento, la nación. Y ello requiere un comentario por separado.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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