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Columna
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Nos gusta ¿y qué?

La Navidad cada vez comienza antes y los fastos madrileños son más numerosos, variados y espectaculares, sin embargo crece el reproche popular a estas fechas. En los últimos años, odiar el tiempo navideño por su carácter puramente comercial, por su artificiosidad y artificialidad estética y moral ha parecido un síntoma de entereza espiritual y económica, un ejemplo de insubordinación al sistema, de lucidez intelectual. Pero nada delata más estrechez fabuladora, más sosería vital y anquilosamiento mental que arremeter contra los adornos de la Castellana, contra los anuncios de perfumes y contra El Corte Inglés. El detractor navideño es un disminuido en ilusión, una persona tristemente endurecida ante este ingenuo juego. Quienes abominan de Papá Noel y del marisco están desperdiciando una excusa para el entusiasmo. Quizá el pretexto para hacerse regalos o comprar castañas en Callao sea absurdo y vacuo, pero no creo que andemos sobrados de motivos para la celebración, de acontecimientos que se presten tan abiertamente al positivismo y la algarada.

Todos odiamos el apagado masivo de la bombilla verde de los taxis, los horarios restringidos en los restaurantes, la cola en las cajas. Pero estos días, desesperarse ante el colapso del estacionamiento o de los probadores debiera ser tan natural como excitarse ante los regalos, tanto frente a la perspectiva de acertar obsequiando como de recibir una sorpresa. Las cenas de trabajo, si no padeces el infortunio de sentarte junto al jefe, no tienen por qué representar un compromiso farragoso sino una reunión singular. Todo es cuestión de perspectiva, de la óptica anímica.

Disfrutar de la Navidad degustando la bondad resucitada en el ser humano, el aniversario religioso o la exaltación de la ternura es complicado. Todos esos valores edulcorados forman parte de un imaginario impracticable. Pero renegar de estas fiestas porque no te inspira misericordia el saxofonista de la puerta de Habitat, porque no crees en Dios o porque odias los chistes de tu cuñado de Palencia es estar miope. La Navidad ofrece satisfacciones materiales que, lejos de ser invalidadas por su profanidad, son atractivas precisamente por eso. Comer bien, consumir en los centros comerciales, intentar el beso imposible jaleado por la barra libre de la fiesta de fin de año, ver chicas guapas en los anuncios, imaginar cómo habría sido nuestra infancia colmada por los juguetes que hoy reciben nuestros sobrinos...

Algunos son capaces de reciclar la ilusión infantil por la Navidad o de conservar la sonrisa ante El Almendro y los abetos de plástico de las gasolineras. Sin embargo, no encontrar entrañable esta semana denota una infancia averiada o una madurez excesivamente severa, una lamentable deficiencia para inventar un buen momento o estado mental gracias a un villancico o un bombón.

La creciente oleada de grinchs nos rodea como una marea de descreimiento y pesimismo, un quejoso murmullo contagiado de vituperios tan tópicos como los tópicos a los que van dirigidos. Guste o no guste la Navidad, a su término aguarda el abismo helado. Difícilmente resultará más gratificante este Madrid en enero, apagado y frío, por muchas plazas de aparcamiento libres a nuestra disposición, por mucha rebaja y muchos kilos en proceso de evaporación en nuestro cuerpo. La Navidad es una meta volante en el curso, una parada de avituallamiento espiritual para quien quiera repostar.

Ya sólo nos queda la celebración del fin de año. Los rituales de despedida e inauguración, de adiós y bienvenida son siempre desconcertantes. Pero hay muchas más razones para celebrar el paso de los años que para lamentarse por ello. A veces la melancolía del tiempo resulta inevitable, sin embargo vivir es, en realidad, sobrevivir. Descorchemos una botella. La tristeza por flujo de los días es la pena del feliz. Quien conoce de cerca la angustia celebra los cumpleaños, los aniversarios, los treinta y uno de diciembre.

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Así que tanto el optimismo como la depresión pueden interpretar animosamente la Navidad. En qué otro momento se nos brindan tantas claves y guiños para pasar un buen rato o se nos invita con tanta insistencia y reclamos a estar contentos. No compensa desperdiciar la coartada del espumillón y el belén, desaprovechar los días de asueto, las chimeneas y los amigos invisibles. ¿No lo ven?

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