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Tribuna
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La pérdida de autoridad del Plan General

Antes de que entrara en vigor la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística de la Comunidad Valenciana (LRAU), hacia 1995, el Plan General de Ordenación Urbana de cada municipio gozaba de autoridad. Este documento era la herramienta exclusiva para clasificar el suelo, es decir, para determinar la superficie de suelo urbano, urbanizable y no urbanizable, y para definir las grandes estructuras de sistemas generales de transportes y zonas verdes, entre otras. La transformación de un suelo no apto para la edificación en otro que sí lo fuera requería tramitar una modificación del Plan General o redactar uno nuevo, un proceso largo que exigía, al menos, dos períodos de exposición al público para fomentar la participación ciudadana y permitir la presentación de alegaciones. El resto de las figuras de planeamiento -el Plan Parcial, el Plan Especial de Reforma Interior, los Proyectos de Urbanización y los Programas de Actuación Urbanística- se encontraban sometidas a la disciplina impuesta por el Plan General y sólo servían para desarrollar minuciosamente las pautas marcadas por éste.

La redacción de un Plan General tiene como objetivo racionalizar el uso del territorio. Constituye un proceso arduo porque las decisiones en el mismo contenidas afectan a muchos intereses, la mayoría económicos y, con frecuencia, enfrentados entre sí. Estas vienen justificadas por estudios serios de carácter demográfico, económico, sociológico, medioambiental, ya que su vocación es anticiparse al futuro, estimar la demanda que se producirá en los próximos años, tal vez dos o tres lustros, de los distintos tipos de suelo e infraestructuras y prever su reserva sobre el plano para poder atenderla. El planificador debe armonizar una multitud de variables y eso es, precisamente, lo que da coherencia al documento.

Con la aprobación de la LRAU, las cosas cambiaron y el Plan General, criticado por excesiva rigidez, comenzó a perder autoridad. Esta ley contrapone el inmovilismo del propietario de terrenos con la actitud emprendedora del empresario urbanizador y apuesta fuerte por este último. Introduce una figura, el Programa de Actuación Integrada (el famoso PAI), que puede propulsar el urbanizador, capaz de alterar las originales previsiones del Plan General siempre que vayan vinculadas a un compromiso inversor cierto en el tiempo. Es posible que en aquel momento de entusiasmo legislativo en orden a modernizar la concepción del urbanismo no se vislumbrara la proliferación de PAI sobre suelo rústico (o no urbanizable) con la intención de cambiar su clasificación de forma rápida, y producir solares a ritmo industrial, al margen de las previsiones del Plan General, cuando no en franca contradicción. La lógica de estos PAI responde a los intereses del empresario agente urbanizador y no es otra que la obtención del beneficio máximo a corto plazo. Es cierto que, sobre el papel, se les demanda una serie de exigencias relativas al impacto territorial y a asegurar su conexión con el resto de infraestructuras, pero, es obvio, que la suma de intereses particulares no da como resultado la satisfacción del interés colectivo, y la multiplicidad de PAI sobre suelo no urbanizable convierte en inútiles los criterios de la planificación general, esa que pretendía el uso racional del territorio. Esta práctica ha generado, por contra, en tan sólo una década, un desorden visible, consecuencia del crecimiento desmesurado de una actividad que ha escapado de control.

Estos días, con ocasión del necesario tirón de orejas del Parlamento Europeo al Consell de la Generalitat Valenciana (más de uno ha incrementado su confianza en la institución comunitaria), producto de la queja de 15.000 personas que se han sentido atropelladas en sus derechos de propiedad por agentes urbanizadores, nos hemos ido enterando de las magnitudes del desarrollo urbanístico sobre suelo rústico valenciano en el corto período de vigencia de la LRAU. Las cifras han confirmado las peores sospechas. Municipios que quintuplicarán su población, pues nos aseguran la llegada de miles de futuros residentes ancianos europeos, con medios económicos pero dependientes. Naturalmente, nadie ha previsto multiplicar por cinco los equipamientos públicos (ambulatorios y hospitales, en primer lugar, cementerios y tanatorios, centros culturales y de ocio), tampoco los suministros de agua y energía, ni las infraestructuras en depuradoras, tratamiento de residuos sólidos y carreteras. Propuestas edificatorias de altísima densidad que colapsarán los accesos y harán desaparecer paisajes naturales a un ritmo frenético. Es cierto que esta actividad genera puestos de trabajo, mientras dura el proceso urbanizador y de edificación, y otro tipo riqueza que se reparte entre pocos, pero ¿será competitiva, no digo ya reconocible, desde el punto de vista turístico la Comunidad Valenciana cuando haya terminado esta locura?

Leo en un periódico que los constructores han creado una plataforma para proteger la imagen de la Comunidad Valenciana en la Unión Europea. Aseguran que la resolución del Parlamento Europeo causa "daños irreparables al sector". Se olvidan de los daños irreparables que una ambición sin límites ha provocado antes en el territorio valenciano. La forma de proteger nuestra imagen es trabajar en la corrección de los desmanes, reducir el impacto de este fenómeno y buscar la fórmula de flexibilizar el Plan General devolviéndole al mismo tiempo su autoridad. Me temo que no estemos en el camino correcto. La LUV, nueva Ley Urbanística Valenciana que sustituirá a la LRAU, surge sin consenso suficiente, como una respuesta presionada y, según noticias, permite seguir reclasificando suelo rústico no urbanizable al margen de los criterios de coherencia del Plan General. Las Cortes Valencianas han aprobado más de lo mismo.

María García-Lliberós es escritora.

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