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MEJOR DEPORTISTA MUNDIAL | LA ENCUESTA DE EL PAÍS | Los mejores de 2005

La contradicción Armstrong

Retirado desde el podio de su séptimo Tour consecutivo, acusado de dopaje un mes más tarde, el estadounidense es el más admirado

Carlos Arribas

Lance Armstrong era el candidato ideal para ser considerado el mejor deportista mundial del año. En este 2005 que ahora termina ganó su séptimo Tour consecutivo -gesta única, increíble, imponente- y anunció su retirada desde el mismo podio de París en que acaba de ser investido con un último maillot amarillo -gesto único, osado, extraordinario, sobrehumano- al que había accedido proveniente de un lejano continente, de las calles polvorientas de Tejas, de esquinas desnudas azotadas por el viento, a lomos de una bicicleta que había arrancado como regalo navideño de su madre, al que había llegado, hecho único, increíble, extraordinario, después de superar un cáncer que le había dejado con la piel pegada a los huesos, con la cara demacrada, el pelo desaparecido.

"Es un gran honor para mí que los deportistas españoles me hayan elegido como el mejor"
"Son los deportistas quienes mejor pueden determinar el valor de otros deportistas"

Ningún deportista, ni vivo ni muerto, ni del pasado ni del presente ni, quizás, del futuro, puede, ha podido, podrá, mostrar tantas credenciales para ser considerado único o, por lo menos, el mejor del año.

Y, sin embargo, Lance Armstrong reniega del Tour y de sus dirigentes, y promete no regresar nunca más, ni como turista, ni como trabajador, a la carrera mítica que le hizo grande.

Y, sin embargo, su elección por los mejores deportistas españoles -por cuarta vez en los últimos cinco años- ha despertado más reacciones de sorpresa que de asentimiento.

Y, sin embargo, el mismo día de Nochebuena, el diario L'Équipe, la biblia del ciclismo, la biblia del Tour, en la hora del resumen del año, titula a ocho columnas "Se ha tocado fondo", hablando de ciclismo, hablando de lo que denominan "la impostura de Armstrong".

Y, sin embargo, Dick Pound, canadiense, presidente de la Agencia Mundial Antidopaje (AMA), sale estos días en los medios diciendo que él de Armstrong no estaría tranquilo, esté dónde esté, que aunque la investigación puesta en marcha por la Unión Ciclista Internacional (UCI) vaya tan lenta como el tren burra, si es que acaso se mueve, la AMA no permitirá que su gran delito quede impune. ¿Su gran delito? Sus tres delitos, más bien.

1. Lance Armstrong es ciclista (y, como todo el mundo sabe, o debería saber, el ciclismo es un deporte muerto, un pelotón de tramposos, una mafia de médicos, un chanchullo de impresentables).

2. La orina de Lance Armstrong, cosecha julio del 99, congelada, almacenada en un laboratorio de París, contenía, se supo al descongelarla en agosto y analizarla, restos de EPO, la sustancia prohibida que ayuda a todos los deportistas de fondo a mejorar su resistencia.

3. Un tribunal italiano espera en marzo la declaración de Lance Armstrong, a quien un ciclista italiano, el arrepentido Filippo Simeoni, ha demandado por llamarle "mentiroso". Simeoni había afirmado que Michele Ferrari, el médico de Armstrong, le había recetado EPO. Eso, Armstrong no lo aguantó.

Y, sin embargo, y sabiendo todo eso, y añadiendo a ello todos los casos que han llevado al ciclismo en 2005 al punto más bajo de su historia, al borde de la muerte, y olvidando la ley que dice que un campeón caído en desgracia sólo merece una fosa solitaria, los mejores deportistas españoles eligen a Armstrong, a un ciclista, a un deportista con un análisis positivo a sus espaldas, como el mejor del mundo.

Algo falla. Alguien se equivoca. ¿Quién tiene razón? ¿Las autoridades, que han convertido la lucha contra el dopaje en la prioridad absoluta de su política deportiva, olvidando, quizás, que otros aspectos como el gigantismo, su transformación en gran fuerza económica, su conversión en espectáculo primario, pueden haber contribuido más a su decadencia?

¿Los deportistas, que consideran desmesurada cualquier alusión al dopaje, que piensan que, en el fondo, al aficionado le da igual que el campeón se dope o no, que sólo quiere admirar la lucha, la clase, el talento, la entrega, el sacrificio, todo lo que el humo del dopaje oculta y mata, que creen que Lance Armstrong es un hijo de su época, del deporte actual, de todos sus vicios y todas sus hermosuras?

¿No hay un vacío enorme, imposible, irreal, entre ambas posturas?

"Son, evidentemente, los deportistas quienes tienen más criterios para determinar el valor de otros deportistas", contesta a la pregunta Lance Armstrong, por correo electrónico desde su retiro estadounidense. "Y quiero añadir que he defendido siempre con convicción la lucha contra el dopaje y que el ciclismo es con diferencia, sin ninguna duda, y pese a lo que su reputación dé a entender, el deporte que más más esfuerzos hace y ha hecho en la lucha contra el dopaje".

El día de Nochebuena, quien quiera felicitar a un ciclista las Navidades, debe marcar su teléfono móvil. Le responderá una voz jadeante, un murmullo de hiper ventilación, quizás, de fondo, el ruido de un motor acelerando. Está entrenándose. A dos bajo cero. Rozando con sus ruedas cunetas heladas. Con orejeras, guantes, gorro de lana y una braga en el cuello. Ésa es la vida de ciclista. La vida que quieren los deportistas que se refleje, que se narre. La vida que ha llevado Lance Armstrong, la vida que se ha admirado. El perfeccionismo exagerado del hombre que convirtió al Tour, un terreno salvaje, exagerado, desmesurado, casi en el jardín de su casa; que transformó la pelea por la victoria en varias maniobras rutinarias, con el apoyo de su equipo, perfectamente ejecutadas. El hombre que se separó de lo que la tradición y la leyenda quería de sus campeones, que añadió la rabia, el orgullo, la soberbia, al arsenal de sus virtudes. El hombre que dejó a toda una generación suspirando por su retirada, el único campeón del Tour que ha conocido el 80% del pelotón actual.

A Lance Armstrong no se le puede localizar estos días. No se sabe si está en California, con su Sheryl Crow, o en Tejas con su Sheryl Crow y sus tres hijos, o perdido en las montañas o en una playa del Caribe. Solo o bien acompañado. Con su blackberry en el bolsillo, siempre.

"Lance no quiere llamar la atención, no quiere crear polémicas, quiere pasar inadvertido", explica Johan Bruyneel, director del equipo de Armstrong en los siete Tours del norteamericano.

En la última concentración tejana del Discovery Channel, su equipo hasta julio pasado, hace un par de semanas, Lance Armstrong visitó a sus ya ex colegas, delgado, en forma, vital, sus ojos de azul líquido resplandecientes. "Prohibido hablar de mí", les advirtió a los corredores. "Prohibido dar pie a las especulaciones sobre mi imposible regreso, sobre mi vida, sobre nada".

A Lance Armstrong, a su blacberry permanentemente conectada con el mundo, Johan Bruyneel le transmitió tres preguntas remitidas por este diario. La tercera era bien simple:

-¿Es una buena noticia para el ciclismo que los deportistas españoles te hayan elegido el mejor del mundo en 2005?

A esa pregunta Lance Armstrong no quiso responder. "No quiere entrar en polémicas", explicó Bruyneel.

A la primera, sí que respondió. Orgulloso y feliz. Ingenuamente ajeno a la contradicción que supone que su figura, la de un diablo para unos cuantos, sea la de un dios para los mejores deportistas españoles.

"Es un gran honor para mí que los deportistas españoles me hayan elegido para este galardón", escribe Armstrong en su correo electrónico. "España ha sido mi segunda casa durante años [los que ha vivido en el barrio medieval de Girona]. Siempre he contado con un gran afecto y apoyo de los españoles, y sólo conservo buenos recuerdos de ese país. Quiero darles las gracias no sólo a los deportistas sino también a los aficionados españoles que me han animado durante mi carrera".

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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