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Cuento de Navidad

El filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein dejó escrito que si se demostrara que todas las afirmaciones religiosas eran falsas desde el punto de vista histórico, no por ello se conmovería un ápice la fe. Hace pocos años el anterior pontífice romano, nada sospechoso de heterodoxia doctrinal, no sabemos si habiendo leído a Wittgenstein -o casualmente de acuerdo con él- afirmaba con ocasión de la Navidad que tales fechas poco tenían que ver con el efectivo nacimiento de Jesús. De su nacimiento -insisto: desde un punto de vista histórico- no se sabría más que tuvo lugar en el periodo del censo de Augusto, del cual se dispone de pruebas colaterales más allá de los textos sagrados y las tradiciones cristianas.

Precisamente, de lo que sí disponemos es de conocimientos suficientes de cómo se fraguaron tales tradiciones, de manera que la Navidad llegara a alcanzar la forma que hoy nos es tan familiar y rentable para el comercio. Camino tortuoso que no excluye su misma negación, pues en los Estados Unidos, al igual que en Inglaterra bajo la Commonwealth, las navidades en cuanto festividad fue suprimida por los puritanos al objetarse su origen pagano. En el caso americano, no fue sino a partir de mediados del siglo XIX cuando la celebración fue haciéndose popular.

Y cierto, las fechas que hoy conocemos, tanto la del nacimiento del niño sagrado cuanto la de su epifanía (manifestación) doce días después, el 6 de enero, también el Año Nuevo, se asientan en la ritualidad del mundo romano. Más tarde se produjeron adiciones germano-célticas cuando esos pueblos penetraron en la Galia, las Islas Británicas y Centro-Europa. Así, cuando San Bonifacio completó la cristianización de Germania, sustituyó el roble sagrado del Odín pagano por las diferentes especies de coníferas en honor y gloria del niño-dios. Es de ese fondo pagano, tan alejado, de donde proviene la presencia ritual de elementos que aún conservamos: los adornos vegetales de hoja perenne -símbolos de vida y supervivencia prometida o deseada-, los leños de Navidad para el buen fuego, los enramados de follaje verde, los regalos, las comidas fraternas, las libaciones y la buena disposición de ánimo. Pero también las luces y los fuegos -símbolos de la calidez de la vida y su perdurabilidad- están ligados a los ritos agrarios del solsticio de invierno de aquellas poblaciones paganas germánicas.

En cualquier caso, todo ello se asienta en el anterior sustrato romano. La más temprana celebración cristiana conocida del 25 de diciembre data del segundo cuarto del siglo IV. Si bien, por aquel tiempo, en Roma aparece desligada de la epifanía, mientras que en el imperio oriental -salvo en Jerusalén donde sólo se celebra el nacimiento- el 6 de enero se conmemoraba la manifestación del Dios tanto en la forma de su nacimiento cuanto en la de su bautismo. Fue a lo largo del siglo IV, cuando el rito navideño cristiano se instituye con formas diferentes en las partes occidental y oriental del vasto imperio. En el este (excepto en Jerusalén) el 25 de diciembre se reserva para el nacimiento y la fecha de la epifanía para el bautismo; mientras que en el oeste, el bautismo se desconecta de la epifanía y ésta, en forma de adoración de los Magos, es una suerte de duplicación de la navidad. ¿Y qué decir del año nuevo que misteriosamente se sitúa justo en medio de ese lapso de doce días?

Volvamos a la Roma pagana. En ésta las Saturnales (17-24 de diciembre) eran fiestas de alegría e intercambio de regalos. Pero junto a esas fiestas, las Calendas de enero festejaban el año nuevo romano el primero de enero, tiempo donde niños y pobres eran obsequiados con regalos y las casas también se decoraban con follaje verde, luces y fuegos. Fue el emperador Aureliano el que en el año 274 fijó el 25 de diciembre como el día de la festividad del nacimiento del sol invicto (natalis solis invicti), el cual en el solsticio de invierno empieza de nuevo a incrementar su luz. Pues bien, en algún momento antes del año 336, la iglesia cristiana de Roma transformó la celebración del nacimiento renovado de aquel sol poderoso y pagano en la conmemoración del nacimiento de un Cristo visto como luz de la vida. Es curioso que la fecha que supuso mayor vaivén, incluso agrias disputas teológicas especialmente en el imperio oriental, fuera la de la epifanía del 6 de enero. ¿Había que tomar como manifestación de lo divino el nacimiento de Jesús o su bautismo? Clemente de Alejandría cuenta que hacia el año 200 los gnósticos de Egipto celebraban el día del bautismo del Cristo el 10 de enero. Doscientos años más tarde, en el país del Nilo ya se celebra la epifanía el día 6 de enero, tanto como fecha de su nacimiento cuanto de su bautismo.

Así quedaron conectadas las fechas del nacimiento, del año nuevo y de la epifanía. Resignificándose ritos paganos anteriores cuyo fondo común es el solsticio de invierno, el sol benéfico y las futuras cosechas una vez pasados los rigores del invierno. Ritos, tanto los romanos cuanto los germánicos, que subrayan la necesidad de la fraternidad para la supervivencia, la esperanza de que la vida siga su ciclo una y otra vez, la conjura del temor a que todo quede abismado en la oscuridad y el frío. Pues si todo perecía y renacía, si todo cambio supone incertidumbre y desasosiego, queda como estable y fija su pauta, la estructura del ciclo.

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Quizá ahora sean más comprensibles los dos versos que cierran el poema La Adoración de los Magos que Luis Cernuda escribió: "¿Cómo ha de ver los dioses un pastor ignorante? / Mira el sol desangrado que se pone a lo lejos".

Nicolás Sánchez Durá es profesor del departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de València.

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