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Columna
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Cuento de invierno

Hay muchas maneras de deshacer los nudos del frío y una de ellas es regresar a algún lugar por Navidad. Aunque como dice el escritor Manuel Rivas, hoy la bola de cristal de la Navidad se ha hecho añicos, igual que la bola del mundo y no es fácil encontrar el camino de vuelta.

Cuando éramos niños resultaba más sencillo. En aquellos años de las películas de Marisol y del éxodo rural, todos veníamos de alguna aldea. Por eso debe de ser que tengo asociada la Navidad con la imagen de la sierra de Santa Marina y sus crestas espolvoreadas de nieve. Había una capilla con un Belén hecho de musgo y serrín donde mis hermanos jugaban con sus indios y vaqueros de plástico, parapetándose en el castillo de Herodes como si fuera el fuerte del Álamo. Aquel año todos nos habíamos pedido de regalo una gorra de pieles de Tennessee como la de Daniel Boom, pero se ve que mis padres consideraron más apropiados unos gorros de lana de colores con pon-pon y así estamos los cinco posando en una fotografía como los hermanos de Pulgarcito al lado de un árbol de Navidad gigante y con cara de pocos amigos. Cada Navidad cuando entró en el café de la plaza, para saludar a los amigos que no veo desde hace meses, mi memoria destila el mismo vaho condensado del local de entonces: una nube que iba alcanzando una densidad opaca en contacto con el aguardiente y el humo y que se vaciaba de pronto como una exhalación en una ráfaga de aire helado cada vez que alguien abría la puerta de la calle.

La literatura, que tiene el hechizo de un tren de vagones iluminados, es otra forma de recuperar ese espacio mítico. Recuerdo una novela en la que unos niños saludaban el paso de un convoy por una vía nevada en una Nochebuena de la primera guerra mundial. Recuerdo muchos trenes literarios y otros reales, trenes antiguos de madera, trenes de fuego y nieve con música de Manu Chao, trenes llenos de presos... Y me acuerdo sobre todo de un trayecto en litera en la Navidad de 1975 en el que mis hermanos y yo íbamos a visitar a mi padre que estaba en la cárcel de Franco. La máquina se averió en San Pedro de las Herrerías, provincia de Zamora, y allí estuvimos parados durante más de tres horas con los carámbanos suspendidos de los tejados como espadas de hielo en medio de un paisaje muy hermoso y desolado. Entonces me pareció ver a un hombre, que era exactamente como el Monje de los cómics de Hugo Pratt. Iba caminando descalzo por la nieve y sus huellas formaban un jeroglífico que no podía descifrar. Pero no sé, tal vez lo soñé... en aquella época yo soñaba mucho con dibujos y mensajes secretos. En el tren en el que ahora regreso a casa no nieva, pero la lluvia cae oblicua como en los cuentos de invierno, de Manolo Rivas, hermosos y también muy tristes. Son historias que tratan de mostrar a través de la ficción personajes que habitan alguna parcela extraordinaria de la realidad, como un guerrillero que participa en un Belén viviente vestido de rey mago, o un adolescente con síndrome de Down que consigue marcar el gol de la victoria durante un partido de fútbol, o un viejo solitario con un perro en Nochebuena que asiste a un apagón y cuando se va la luz, oye una música del fin del mundo. Mientras leo, pienso que quizá el verdadero sentido de la esperanza sea algo tan leve como un rastro en la nieve de unas huellas que refulgen en la oscuridad como la caligrafía de un cuento de invierno.

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