El canto de la cabra
Qué está pasando en Barcelona? Está pasando La cabra, de Edward Albee, en el Romea. Un espectáculo modélico, redondo, admirable. Un tour de force para José María Pou, aquí desplegándose en productor (ex aequo con Focus), traductor, director y primer actor: un actor manager a la antigua, en la mejor tradición de los grandes, al frente de una estupenda compañía. Todo ello, todos ellos, al servicio de un texto insólito, pasoliniano, maduro y jovencísimo: una montaña rusa de emociones, de la carcajada (negra, feroz) a las lágrimas incontenibles; de la alta comedia a la desolación absoluta. Albee subtitula su obra 'Notas para una redefinición de la tragedia'. La cabra es una tragedia sobre la transgresión de los límites y la emergencia de lo primitivo; una tragedia llena de humor que nadie puede tomarse a broma. Tenemos a una familia americana, rica y feliz. Martin (José María Pou), el padre, es un arquitecto en la cima. Acaba de ganar el Premio Pritzker y le llueven los encargos. Ha cumplido cincuenta años y lleva veinte casado con Stevie (Marta Angelat), una mujer inteligente y atractiva. Se quieren, ríen juntos, desde primera hora de la mañana, con un humor brillante y cómplice, puro Coward. Tienen un hijo gay, Billy (Pau Roca), querido y aceptado. En su casa todo es tolerancia liberal, buen gusto, éxito. Llega Ross (Blai Llopis), un viejo amigo de la universidad: va a entrevistar a Martin para el programa Gente que importa. Pero Martin parece estar con la cabeza en otro lugar, en otro territorio. El diálogo serpentea entre la comicidad irresistible y la inquietud subterránea. Martin sabe muy bien lo que pasa. Un ruido interrumpe la grabación. Ross: "Un zumbido, un ruido como de alas o algo así". Martin: "Puede que sean las Euménides". Ross: "O el lavaplatos. No, ahora ha parado". Martin: "Entonces no son las Euménides. Ellas no paran nunca". La entrevista se va al diantre. Ross le tira de la lengua y Martin confiesa. Sí, está enamorado. Locamente enamorado de Sylvia. Sólo quiere estar con ella, en su casa de campo. Mirar sus ojos, acariciar su pelo, hacer el amor. ¿Quién es Sylvia? Martin le enseña una foto. Ross pasa, como nosotros, por todas las etapas previsibles: carcajada, incredulidad, escándalo. Sylvia es una cabra. Y Ross es un cabrón, secretamente envidioso de la buena fortuna de Martin. Ha llegado el momento de vengarse de la peor manera posible: haciendo el bien. Escribe una carta a Stevie: "Por la gran amistad que nos une...", y toda esa mierda. En el segundo acto, Stevie desearía no haber recibido nunca esa carta, pero ya no hay marcha atrás. Ella y su hijo intentan racionalizar. Es una familia "muy articulada", como dicen los americanos. Stevie alterna las frases perfectamente construidas -"las mujeres afligidas a menudo mezclan sus metáforas"- y la destrucción que tiembla en sus dedos, destrozando todos los bibelots artísticos, carísimos, perfectos, que encuentra en su camino. Entre estallidos, Martin trata de decirle que "lo suyo" con Sylvia fue una epifanía, un momento de éxtasis infinito. "¿Éxtasis? Te estás tirando a una cabra. Estás violando a una cabra. Me has destruido, hijo de puta. Pero ahora te hundirás conmigo". Hay un entendimiento con Billy, el hijo. Un parentesco. Los dos hombres solos, entre las ruinas del comedor. Un suave, turbador, hermosísimo deslizamiento hacia el territorio sin barreras, que Ross, el amigo traidor, encarnación del "espectador medio", es incapaz de asumir. La tragedia siempre es inasumible. Y su final, como pedía Aristóteles, "sorprendente e inevitable". Martin y Stevie acabarán igualados. Match Point. Instalados, por así decirlo, en el mismo estrato primitivo. Edipo obtuvo una revelación salvaje, y Martin quizás lo que andaba buscando, oscuramente: arrastrar a Stevie a ese estrato aullante como una forma de empatía profunda. No estoy seguro, pero podría ser. No está uno seguro de nada en esta obra. Antes he hablado de "desolación absoluta", pero si Martin y Stevie no se suicidan juntos tras la caída del telón, tal vez puedan instalarse en ese territorio y hacer crecer algunas plantas en el desierto. Tal vez soy demasiado optimista, pero no estoy solo en esa intuición. "La tragedia es purificadora", escribió Mamet, "porque nos enfrenta a nuestra verdadera naturaleza, a nuestro lado oscuro, a nuestros demonios más secretos". Celebramos en la tragedia la capacidad de conocernos a nosotros mismos y la fiereza de la revelación, aunque sea demoledora. Hablemos de otro tipo de certezas y de celebraciones: los regalos actorales, la felicidad de la transparente puesta en escena, los afinadísimos ritmos. El personaje de Martin es la culminación incontestable de la carrera de José María Pou. Ese cóctel (removido, no agitado) de vulnerabilidad y determinación extremas no habría alcanzado su temperatura exacta de no haber extraído de su corazón el cadáver de permiso de Desig, el profesor de Amic Amat, el oso herido de Celobert y la resquebrajadura definitiva de Lear. Se mueve en escena como un gran insecto sonámbulo atrapado en la tela de una pesadilla, y cuando pasa al otro lado descubrimos, con él, que no hay "otro lado", sólo alcohol radical y centro ardiente. Marta Angelat, un retorno en beauté, anunciado por su espléndida madre de Celebración, sabe que tiene entre manos el papel de su vida y así lo interpreta, guiada por el maestro: otra combinación alquímica de sarcasmo, elegancia y gran pegada. Un perfecto dry martini, ese trago que Manuel Alcántara definió una vez como "un cuchillo disuelto". Y con todas sus moléculas reagrupadas, directas a la diana. Pau Roca es una rotunda revelación, que recuerda a un jovencísimo Gassman: tiene un inmenso futuro y ya es un presente rebosante de verdad y pasión. Blai Llopis regresa a la escena con una notable seguridad, sólo lastrada, en algunos momentos, por un cierto exceso de aceleración verbal. La cabra va a ser, está siendo, uno de los grandísimos espectáculos del año. No se ve algo así todos los días: devórenlo.
A propósito de La cabra, de Edward Albee, dirigida por José María Pou, en Barcelona
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