Fugaz
EN UNO de los afluentes de ese caudaloso río narrativo del Heike monogatari (Gredos), un clásico de la literatura japonesa, cuya excelente versión castellana hay que saludar como un gran acontecimiento, se narra la historia de dos bailarinas de shirabioshi, llamado así por ser un "ritmo blanco para cantar y bailar". Gio y Hotoke, que así respondían las dos artistas, cautivaron sucesivamente a Kiyomori, el poderosísimo primer ministro del Imperio, pero con la peculiar desdicha para la primera de que fue expulsada del palacio, nada más ver y oír el sátrapa nipón a la segunda, que ocupó su lugar. La historia no tendría otra lección que volver a mostrar las caprichosas veleidades de un déspota, si no fuera porque Gio, siendo la favorita, intercedió para que Kiyomori accediese a contemplar el arte de la advenediza Hotoke, así como porque ésta, tras su inesperado éxito, pugnó para que aquélla no perdiese sus privilegios. Pero no sólo nada lograron con sus buenos propósitos ambas bailarinas, sino que la pobre Gio fue presionada para amenizar circunstancialmente con su arte a la melancólica Hotoke, siendo tal la humillación que, no pudiéndose dar muerte, decidió, junto a su madre y hermana, rasurarse la cabeza y hacerse monja budista. Inesperadamente, esta misma drástica salida fue adoptada por Hotoke, que se refugió en la misma apartada cabaña donde meditaban las anteriores. Aclarando directamente entonces sus respectivas historias, Gio ensalzó el mayor mérito de Hotoke, porque, como le dijo, su decisión de apartarse del mundo no estaba motivada por el odio o la tristeza.
En la última frase de este relato se califica la triste historia de Gio como teñida de aware, término japonés que, según se nos explica a pie de página, puede traducirse como "conciencia de la belleza transitoria" o "emoción ante la fugacidad de la belleza". Hay muchas formas de interpretar desde el credo budista esta narración, pero personalmente a mí me gusta asociarla con la del mítico Rikyu, monje que inventó la ceremonia del té para dulcificar la violencia del temible Hideyoshi Toyotomi, pero que finalmente prefirió quitarse la vida antes que plegarse a la gratuita obstinación bélica de este primer ministro cinco siglos posterior a Kiyomori.
De todas formas, a la postre da igual el escenario o la época, Oriente u Occidente, ayer u hoy, porque, según lo que históricamente sabemos hasta ahora mismo, el arte puede ocupar el papel de la religión, pero también, sea cual sea nuestro petulante optimismo actual, ésta la de aquél, porque ambas manifestaciones del espíritu humano cumplen su verdadero destino contra el poder establecido, proporcionándonos una salida frente a una situación existencialmente insoportable. De esta manera, como Gio y Hotoke, siempre podemos retirarnos a una apartada cabaña de nuestro interior, donde, sin odio ni tristeza, una danza shirabioshi se confunda con una oración, alcanzando esa sensación plena de aware, que trasciende la fugacidad de lo real sin resentimiento, el único privilegio inalcanzable para el poder.
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