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Columna
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Parque Temático

Francisco Camps, presidente de la Comunidad Valenciana, sonrió ante las cámaras mientras cortaba la cinta azul que inauguraba las instalaciones. A su lado, el arzobispo García Gasco las bendijo y roció agua bendita. El Parque Temático de Galilea inició así su andadura. Atrás quedaban los casi cuatro años de lucha sin cuartel ante los tribunales contra la díscola asociación de propietarios que se habían opuesto a la orden de expropiación. La Generalitat se vio forzada entonces a contratar a los mejores abogados del país para que convenciesen a los jueces de que la agricultura no es rentable y resulta más productivo explotar el turismo y el entretenimiento de masas. Al final, se impuso la razón: con la sentencia a favor, el 85% del territorio aún no urbanizado de la Comunidad pasó a manos públicas y pudieron iniciarse los trabajos del parque. Hoy, éste era al fin una realidad.

Aquella gran victoria judicial reforzó el ego de Francisco Camps, que estaba convencido de poder así superar en los libros de Historia a su odiado antecesor -el innombrable-, cuyo Parque Temático Terra Mítica había dado en quiebra debido a infinitas corrupciones y al hecho de no ser más que una enorme estupidez de cartón piedra. En cambio, el Parque Temático de Galilea era otra cosa, pues combinaba la más avanzada tecnología informática, hidráulica y cristiana en las bielas de su gigantesca máquina de realidad virtual basada en el modelo de La invención de Morel, la novela de Adolfo Bioy Casares.

Tras la apertura, las multitudes entraron mansamente en fila al enorme recinto de casi 20.000 kilómetros cuadrados. Habían pagado un alto precio de admisión (180 euros la jornada con derecho a todas las funciones, comida excluida), pero valía la pena. Durante la semana previa a la inauguración el aeropuerto de Manises registró el récord europeo de tráfico aéreo. Llegaron aviones de todo el mundo, japoneses, usamericanos, chilenos, rusos, incluso siete chárters de las Islas Caimán, fletados en exclusiva para la ocasión por el artista Julio Iglesias. Y, de repente, mientras en los miles de altavoces con sonido celestial repiqueteaban los compases del pasodoble Valencia, el espectáculo comenzó. Ante los ojos asombrados de las masas, la realidad bíblica virtual -real como la vida misma- ofreció escenas auténticas que habían tenido lugar en Galilea veinte siglos atrás, justo antes del nacimiento de Jesús. Era la época del año que hoy conocemos con el nombre de Navidad. Pilatos, el gobernador romano entre los israelitas, despachaba en palacio rodeado de sus subalternos. En las calles polvorientas había niños jugando y en el burdel de una aldea la jovencísima María Magdalena se ganaba el jornal. En el establo de Belén, una mujer virgen rompió aguas, se puso de parto y empezó a lanzar gritos de dolor cada tres minutos, conforme las contracciones se volvieron sincopadas. Su esposo, José, le acariciaba la frente.

-¡Qué olor a bosta, che! -exclamó un pibe argentino.

La fascinación entre el público era grande y hubo docenas de ancianos que se desmayaron al ver en directo la llegada a este mundo del Niño Dios. Por último, en el azul del cielo aparecieron los créditos de aquella gran ceremonia rediviva, seguidos de un gran cartel centelleante que decía: Beba Coca-Cola.

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