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Regular la abogacía

Últimamente, nuestros legisladores han entrado en un ritmo de actividad inusitada acerca de la profesión de abogado. Un interés muy respetable y muy de agradecer, que no nos impide recordarles que la prudencia es buena consejera y que los cambios precipitados suelen ser preludio de errores catastróficos, a menudo vinculados al fantasma de la inseguridad jurídica.

Tenemos en estos momentos sobre la mesa el anteproyecto de ley sobre el acceso a las profesiones de abogado y procurador de los tribunales, redactado por el Ministerio de Justicia; el proyecto de ley de ejercicio de las profesiones tituladas y de colegios profesionales de la Generalitat de Cataluña, y la más extraña, en el sentido de foránea por razón de la materia, la ley 22 / 2005, de 18 de noviembre, por la que se incorporan al ordenamiento jurídico español diversas directivas comunitarias en materia de fiscalidad de productos energéticos y electricidad, y del régimen fiscal común aplicable a las sociedades matrices y filiales de estados miembros diferentes, y se regula el régimen fiscal de las aportaciones transfronterizas a fondos de pensiones en el ámbito de la Unión Europea, en cuya disposición adicional primera apunta la necesidad de regular la relación laboral de carácter especial de los abogados que prestan servicios en despachos, individuales o colectivos. En el terreno jurisdiccional también tenemos la sentencia, no firme, del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (sala de lo Contencioso-administrativo) por la que se anula el Código de la Abogacía Catalana.

Desgraciadamente, estamos ante un conjunto de medidas, a veces contradictorias, generadoras de cambios económicos esenciales respecto de una profesión de relevante función social, que han merecido en el texto constitucional la reserva de ley establecida en el artículo 36 de la CE.

No hay duda de que la propia evolución social de la profesión justifica cambios. Ser abogado ya no es una tradición familiar, sino una elección profesional más. Además, la licenciatura en derecho es también una opción para quienes desean obtener un conocimiento profundo sobre el funcionamiento de la sociedad a todos los niveles (productivo, de servicios, de investigación, etcétera) desde el mundo de la política, la Administración o la empresa.

También ha contribuido a ello el aumento impresionante de la judicialización de los conflictos, que, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), ha supuesto en una década (entre 1994 y 2003) pasar de 5.660.523 asuntos a 9.466.567; es decir, el 167,24% más. Este hecho también se refleja en la necesidad de dar un servicio jurídico a la población (el servicio de orientación jurídica de la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita de 1996) o en la necesidad de buscar fórmulas alternativas a la resolución de conflictos (ley 1 / 2001 de 15 de marzo, de mediación familiar de Cataluña).

De acuerdo con estudios realizados por el Colegio de Abogados de Barcelona, el abogado se inicia, casi en un 70%, trabajando por cuenta ajena. Sin embargo, la dependencia laboral cae en picado a partir de los 35 años, cuando se establecen mayoritariamente como socios en sociedades mercantiles, sociedades civiles o cooperativas, y destaca que el 53% deciden constituirse como titulares únicos de un despacho.

Otro dato es que la quinta parte tiene ingresos por debajo de 20.000 euros y el 21% se sitúa entre 20.000 y 30.000; mientras que el INE, según datos del 2002, fijaba la ganancia media anual por trabajador en Cataluña en el sector servicios en 29.829,74 euros.

Ante este panorama, el legislador opta por el rasero único: les obliga a inscribirse, en el plazo máximo de tres meses, en el régimen de la Seguridad Social, y lo hace con una disposición adicional de una ley cuyo título nada anuncia, pero que sólo puede responder a una broma perversa acostumbrada a jugar al escondite.

Ni son considerados los posibles derechos de los que habían realizado aportaciones a las mutuas; ni los de los abogados que con más de 51 años se vean tal vez obligados a cotizar en el régimen de la Seguridad Social sin alcanzar la cotización necesaria en el momento de la jubilación.

El legislador se concede generosamente, eso sí, un plazo de 12 meses para la regulación laboral de la abogacía mediante la vía de la relación laboral especial, una fórmula que pretende reconocer la especificidad de la profesión, pero cuya evidente indefinición nos lanza, paradojas del destino, a una inseguridad jurídica total.

Paralelamente, se regula el acceso a la profesión estableciendo un periodo de práctica y un examen obligatorio, en el que las universidades y la propia Administración cobran protagonismo a costa de los colegios de abogados, a los que se concede graciosamente el control deontológico.

Se añade, encima, una figura más a este maremágnum, la del consultor legal, híbrido extraño que sin ser abogado podrá prestar asesoramiento jurídico sin control colegial alguno y cuyas razones últimas de creación se le escapan a la firmante de este artículo.

Por último, la Generalitat de Cataluña publica un Libro Verde en el que se lanzan propuestas diversas en referencia a la asistencia jurídica gratuita y se plantean varias alternativas entre las que se encuentra la del defensor público.

Este marco, aparentemente novedoso, nos conduce en realidad a una copia exacta de otras profesiones como la medicina, basada en un sistema de sanidad pública y grandes estructuras privadas, residualmente acompañadas de consultas unipersonales. Sólo que, frente a los costosísimos recursos económicos que requiere la sanidad pública, no parece haber analogía posible con la abogacía, en la que tan imprescindible es la independencia profesional.

Por todo ello, no podemos por menos que desechar estas propuestas y exigir la participación de los colegios de abogados como representantes del colectivo para la necesaria regulación de nuestra profesión.

Silvia Giménez-Salinas es decana del Colegio de Abogados de Barcelona.

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