El reto de los presupuestos europeos
El Consejo de la Unión Europea (UE), reunido ayer y hoy en Bruselas, intenta (por segunda vez) acordar las grandes líneas de los presupuestos comunitarios para el periodo 2007-2013. Los Gobiernos europeos acuden a la cita sometidos a fuertes presiones para alcanzar un acuerdo. Primero, porque un nuevo fracaso presupuestario supondría un duro golpe para una Unión ya sumida en el desconcierto y amenazada por la parálisis tras el rechazo de la Constitución europea. Y segundo, porque si el acuerdo no se alcanza ahora será difícil que algunos programas importantes comiencen a ejecutarse a tiempo, lo que podría suponer un grave perjuicio para los países perceptores de ayudas estructurales.
En vista de lo anterior y dado el empeño de los principales contribuyentes netos en recortar al máximo sus aportaciones a las finanzas comunitarias, parece probable un acuerdo de última hora para aprobar un presupuesto de mínimos, con un nivel de gasto mucho más cercano al 1% del PIB comunitario que al 1,22% que reclamaba la Comisión Europea en su propuesta original. Las negociaciones se centran en dos puntos especialmente controvertidos de la propuesta de la presidencia británica. El primero es el reducido recorte del cheque por el que se devuelve al Reino Unido dos tercios de su saldo neto con la UE, que prácticamente todos los demás gobiernos consideran insuficiente. Y el segundo, la apertura de un proceso de revisión de la política presupuestaria europea, con especial énfasis en su capítulo agrario, que podría resultar en una modificación del presente acuerdo a partir de 2008. A esto se oponen frontalmente los principales beneficiarios de la política agrícola común, liderados por Francia, apoyándose en un acuerdo previo de blindar esta partida hasta 2013.
La segunda propuesta británica está más que justificada. Resulta difícil concebir una política más ineficiente y regresiva que la práctica comunitaria de subvencionar a los grandes propietarios agrarios con cargo a los consumidores y contribuyentes europeos, imponiendo de paso fuertes barreras a la entrada de productos alimenticios que suponen un obstáculo importantísimo para el desarrollo de los países más pobres. Bienvenida sea, por tanto, la revisión que proponen los británicos. Pero ésta no puede limitarse sólo a promover una composición más razonable del gasto. Otro objetivo igualmente importante ha de ser el de garantizar un reparto equitativo de los costes y beneficios directos de la Unión mediante la adopción de una regla de reparto transparente que ponga fin a las disfunciones del mecanismo presupuestario actual (tales como el cheque británico) que permiten que países con niveles muy similares de renta tengan saldos presupuestarios muy diferentes.
De acuerdo con el principio de cohesión, la contribución neta por habitante de cada país al presupuesto de la Unión ha de ser directamente proporcional a su nivel de renta per cápita en términos reales. Para implementar esta regla sería muy útil introducir un mecanismo generalizado de compensación que permita eliminar mediante transferencias directas la posible diferencia entre el saldo neto que correspondería a cada país en función de su renta y el resultante de las distintas políticas que pueda adoptar la Unión en cada momento. En mi opinión, este procedimiento ayudaría a aumentar la calidad de las decisiones presupuestarias de la UE por dos razones. La primera es que permitiría asignar los recursos destinados a los distintos programas comunitarios de acuerdo con los objetivos que los motivan, sin tener que preocuparse por su impacto sobre los saldos netos de los países miembros. La segunda es que obligaría a los Gobiernos nacionales a internalizar el coste de oportunidad del gasto europeo, que ahora tienden a percibir como nulo en muchas ocasiones. Con los saldos netos fijados de antemano, cualquier aumento del gasto comunitario en un país dado se traduciría en una reducción de sus propios recursos presupuestarios, lo que eliminaría el incentivo actual de cada Gobierno a dar la bienvenida a todo aumento del gasto europeo en su territorio, aunque se trate de programas que no estaría dispuesto a financiar con sus propios recursos.
Desde el punto de vista de nuestro país, el nuevo acuerdo supondrá necesariamente una reducción sustancial de nuestro saldo neto con la UE y de las ayudas estructurales que venimos percibiendo como resultado del rápido crecimiento de nuestra economía durante la última década y de la incorporación a la Unión de un grupo de países con niveles de renta muy inferiores a los del resto de sus miembros. Habiendo disfrutado muchos años de la solidaridad comunitaria, España debe aceptar que el grueso de ésta se traslade ahora a territorios que la necesitan más. Pero también puede y debe exigir que los costes de la ampliación se repartan de una forma equitativa y que la reducción de las ayudas que actualmente percibe sea gradual.
Con todo, hemos de ser conscientes de que el margen para la negociación no es muy grande y de que el resultado de la misma planteará algunos retos importantes sobre los que convendría comenzar a reflexionar ya. Tomando como base la propuesta original de la Comisión Europea (sobre la que sólo cabe esperar recortes en el acuerdo final), resulta posible hacer un cálculo de mínimos de la reducción de las ayudas estructurales y estimar su impacto macroeconómico. De acuerdo con esta propuesta, España perdería a partir de 2007 casi la mitad de las ayudas estructurales que ahora percibe, lo que supone más del 20% de la inversión agregada en infraestructuras del conjunto de las administraciones públicas. Según mis estimaciones, esto resultaría en un descenso de la tasa de crecimiento del PIB de un cuarto de punto anual, que se elevaría hasta casi medio punto en el caso de las regiones que salen del llamado Objetivo 1 (que incluye a las menos favorecidas).
El shock adverso es, por tanto, bastante considerable. Una de las cosas que podemos hacer para suavizar sus efectos es extremar la prudencia presupuestaria, ahora que las cosas van más que razonablemente bien para tener un mayor margen de maniobra en años próximos. Esto es particularmente importante porque los recortes podrían llegar, muy inoportunamente, al comienzo de una recesión para la que no estamos bien preparados. Lo de perseguir la estabilidad presupuestaria sobre el conjunto del ciclo económico en vez de año a año está muy bien, pero ha de tomarse en serio. Para que la cosa funcione, hemos de tener superávit significativos en años de vacas gordas y no lo estamos haciendo.
La nueva situación también exige una reconsideración de nuestra política territorial y de inversión pública. Hemos de ser conscientes de que con los nuevos presupuestos de la UE, la responsabilidad básica sobre la política regional española comenzará a transferirse de Bruselas a Madrid. Necesitamos, por tanto, dotarnos de instrumentos propios que puedan sustituir gradualmente a los fondos estructurales europeos. También tenemos que pensar seriamente sobre el volumen de recursos que queremos dedicar al fomento de la cohesión territorial por esta vía. Esto ha de hacerse teniendo muy en cuenta que una política de "discriminación positiva" en la inversión en infraestructuras en favor de las regiones menos favorecidas comporta considerables costes de eficiencia que se traducen no sólo en un menor nivel de renta agregada, sino también en un descenso de los recursos presupuestarios disponibles, entre otras cosas, para las políticas sociales.
Ángel de la Fuente es vicedirector del Instituto de Análisis Económico del CSIC
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