Ante el tribunal
Hoy viernes, en Estambul -en Sisli, el barrio en el que he pasado toda mi vida, en el juzgado que está enfrente de la casa de tres pisos en la que mi abuela vivió sola durante 40 años-, compareceré ante el juez. Mi delito es "haber denigrado públicamente la identidad turca". El fiscal va a pedir tres años de cárcel. Quizá debería preocuparme que en ese mismo tribunal se haya juzgado al periodista turco-armenio Hrant Dink por el mismo delito, con arreglo al Artículo 301 del mismo estatuto, y se le haya declarado culpable, pero el caso es que me siento optimista, porque tanto mi abogado como yo pensamos que los argumentos en mi contra son endebles; no creo que acabe en la cárcel.
Por eso resulta algo embarazoso que se dé una importancia tan exagerada a mi juicio. Soy muy consciente de que casi todos los amigos de Estambul a los que he pedido consejo han sufrido en algún momento interrogatorios mucho más duros, han perdido muchos años en los tribunales y en la cárcel sólo por un libro, por alguna cosa que habían escrito. Dado que vivo en un país que honra a sus pachás, santos y policías con cualquier motivo, pero se niega a honrar a sus escritores hasta que han pasado años en tribunales y prisiones, no puedo decir que me sorprendiera verme procesado. Entiendo por qué mis amigos sonríen y dicen que por fin soy "un auténtico escritor turco". Sin embargo, cuando pronuncié las palabras que me han causado estos problemas, no buscaba un honor semejante.
El pasado mes de febrero, en una entrevista publicada en un periódico suizo, dije que "en Turquía habían muerto asesinados un millón de armenios y 30.000 kurdos"; después me quejé de que en mi país era tabú discutir estos asuntos. Entre los historiadores serios de todo el mundo es bien sabido que, en la época otomana, numerosos armenios fueron deportados, acusados de haber tomado partido contra el Imperio durante la Primera Guerra Mundial, y muchos murieron asesinados por el camino. Los portavoces de Turquía, en su mayoría diplomáticos, siguen diciendo que el número de muertes fue muy inferior, que la matanza no constituye genocidio porque no fue sistemática y que, a lo largo de la guerra, los armenios también mataron a muchos musulmanes. Sin embargo, el pasado mes de septiembre, pese a la oposición del Estado, tres universidades muy respetadas de Estambul unieron sus fuerzas para organizar una conferencia académica en la que participaron diversos especialistas abiertos a opiniones que la línea oficial turca no tolera. Desde entonces, por primera vez en 90 años, ha habido un debate público sobre el tema, a pesar del espectro del Artículo 301.
Si el Estado está dispuesto a llegar tan lejos para impedir que el pueblo turco conozca lo que ocurrió con los armenios otomanos, eso quiere decir que es un tema tabú. Y mis palabras provocaron un furor digno de un tabú: varios periódicos emprendieron campañas de insultos contra mí, algunos columnistas de derechas (pero no necesariamente islamistas) llegaron a decir que había que "silenciarme" de una vez por todas, grupos de extremistas nacionalistas organizaron concentraciones y manifestaciones para protestar contra mi traición, hubo quemas de libros míos en público. Como Ka, el protagonista de mi novela Nieve, descubrí la sensación de tener que abandonar mi amada ciudad durante un tiempo a causa de mis opiniones políticas. Como no quería contribuir a la controversia, no quería ni oír hablar de ella, al principio permanecí callado, empapado en una especie de extraña vergüenza, escondido del público e incluso de mis propias palabras. Entonces, un gobernador provincial ordenó una quema de mis libros y, a mi regreso a Estambul, el fiscal de Sisli abrió el proceso contra mí, y me vi convertido en objeto de la preocupación internacional.
Mis detractores no actuaban movidos sólo por animosidad personal, ni se manifestaban hostiles exclusivamente respecto a mí; yo ya sabía que mi caso era tema de discusión tanto en Turquía como en el mundo exterior. En parte porque, en mi opinión, lo que mancha el "honor" de un país no es hablar de los momentos negros en su historia, sino la imposibilidad de hablar de ninguna cosa, pero en parte, también, porque estoy convencido de que, en la Turquía actual, la prohibición de hablar sobre los armenios otomanos es una prohibición que va en contra de la libertad de expresión, y los dos asuntos están inextricablemente unidos. Pese a que el interés que despierta mi situación y los gestos generosos de apoyo son un consuelo, también ha habido momentos en los que me sentía incómodo por encontrarme atrapado entre mi país y el resto del mundo.
Lo más difícil es explicar por qué un país que aspira oficialmente a entrar en la Unión Europea puede querer encarcelar a un autor cuyos libros son muy conocidos en Europa, y qué le impulsa a interpretar este drama (como habría podido decir Conrad) "ante los ojos de Occidente". Esta paradoja no puede interpretarse simplemente como ignorancia, celos o intolerancia, y no es la única. ¿Qué se puede decir de un país que insiste en que los turcos, a diferencia de sus vecinos occidentales, son un pueblo compasivo e incapaz de genocidio, al mismo tiempo que los grupos políticos nacionalistas me acribillan a amenazas de muerte? ¿Qué lógica guía a un Estado que se queja de que sus enemigos difunden por el mundo informaciones falsas sobre el legado otomano, mientras persigue y encarcela a un escritor tras otro, con lo que propaga la imagen del Terrible Turco? Cuando pienso en el profesor al que el Estado pidió que expresara sus ideas sobre las minorías de Turquía y que, después de elaborar un informe que no gustó, acabó procesado, o en el dato de que, entre el momento en el que empecé a escribir este artículo y el momento de llegar a esta frase que están leyendo, se ha acusado a cinco escritores y periodistas más en virtud del Artículo 301, imagino que Flaubert y Nerval, los dos padres del Orientalismo, calificarían estos incidentes de estrafalarios, y tendrían razón.
No obstante, el drama que está desarrollándose ante nuestros ojos no es, en mi opinión, ningún espectáculo grotesco, inescrutable y específico de Turquía; es más bien la expresión de un nuevo fenómeno mundial que ahora estamos aprendiendo a identificar y del que debemos, aunque sea lentamente, empezar a ocuparnos. En los últimos años hemos presenciado el asombroso ascenso económico de India y China, y en ambos países hemos visto asimismo la rápida expansión de la clase media, aunque no creo que podamos conocer verdaderamente a los protagonistas de esa transformación hasta que veamossus vidas privadas reflejadas en novelas. Estas nuevas élites, se las llame como se las llame -burguesía no occidental o burocracia enriquecida-, se sienten obligadas, como las clases dirigentes occidentalizadas de mi país, a seguir dos líneas de acción independientes y aparentemente incompatibles para legitimar su riqueza y su poder recién adquiridos. En primer lugar, tienen que justificar su rápida ascensión adoptando el lenguaje y las actitudes de Occidente, y luego, después de haber creado una demanda de esos conocimientos, asumen la tarea de instruir a sus compatriotas. Cuando la gente les critica por ignorar la tradición, ellos responden con un nacionalismo violento e intolerante. Las disputas que un observador ajeno como Flaubert podría llamar estrafalarias no son quizá más que los choques entre esos dos programas políticos y económicos y entre las aspiraciones culturales que engendran. Por un lado está la prisa por incorporarse a la economía mundial; por otro, el nacionalismo airado que cree que la auténtica democracia y la libertad de ideas son inventos de Occidente.
V. S. Naipaul fue uno de los primeros escritores que describieron la vida privada de las clases dirigentes no occidentales de la era poscolonial, despiadadas y asesinas. El pasado mes de mayo, cuando conocí en Corea al gran autor japonés Kenzaburo Oe, me enteré de que a él también le habían atacado los extremistas nacionalistas por decir que los repugnantes crímenes cometidos por los ejércitos de su país durante las invasiones de Corea y China debían ser objeto de un debate público en Tokio. La intolerancia mostrada por el Estado ruso hacia los chechenos y otras minorías, así como hacia los grupos de derechos civiles, los ataques contra la libertad de expresión por parte de los nacionalistas hindúes en India y la discreta limpieza étnica de los uigures que lleva a cabo China son campañas alimentadas por las mismas contradicciones.
Los novelistas que se disponen a contar en el futuro las vidas privadas de las nuevas clases dirigentes esperan, sin duda alguna, que Occidente critique las limitaciones que ponen sus Estados a la libertad de expresión. Sin embargo, las mentiras sobre la guerra de Irak y las informaciones sobre las cárceles secretas de la CIA han dañado de tal forma la credibilidad de Occidente en Turquía y otros países, que a las personas como yo nos resulta cada vez más difícil defender la auténtica democracia occidental en nuestra región del mundo.
Orhan Pamuk es escritor turco. © Orhan Pamuk, 2005. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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