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Columna
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Cuatro gotas

Ya ha llovido sobre Madrid cuando escribo estas líneas y lo ha hecho, sin orden ni concierto, mientras transcurrió el otoño, la más suave y acogedora estación en la desabrigada meseta en que vivimos. Ha nevado en la sierra, aunque el vientecillo insidioso del Guadarrama sopla en nuestras orejas sin malicia. De tiempo inmemorial se dice que esta ciudad no está hecha para el frío, ni para el calor; simplemente no está hecha, no la han terminado y dudo que vean su fin las generaciones venideras. Es lo que le da cierto atractivo picante, sustituto del agarbanzado folclor de otras épocas.

Por lo pronto, el fantasma de unas severas restricciones de agua parece tenido a raya, deo gratia, porque no creo que la ciudadanía esté preparada para periodos excepcionales. Como siempre, recurro a lo pasado, ya que la memoria personal es el único patrimonio verdaderamente propio que se tiene. Y voy a los extremosos días de la posguerra civil, que entonces sí sabíamos lo que valía un peine, aunque costara trabajo encontrarlo. Hubo etapas muy penosas, de aguda sequía, de largas horas sin luz, con los grifos secos, una especie de castigo añadido a cuantos pasaron por las penalidades anteriores. Ni luz, ni agua, ni gas durante las más de las horas de la jornada. Por fortuna para las mujeres de la época, se generalizaron las botas katiuskas y las castañeras -que han vuelto a las más ventisqueras esquinas- ofrecían, por una perra gorda, el cucuruchito de calor conservado durante un buen rato.

Ha llovido estas noches y sigue haciéndolo, para demostrarnos lo equivocada que es la confección de los zapatos que habitualmente llevamos. Si el agua cae con insistencia y nos pilla en la calle, las costuras dejarán filtrar el aguacero, porque no están ideadas para evitarlo. Salí, enarbolando el paraguas, muy poco utilizado en los madriles, mero instrumento utilitario que abandonó el empaque de antaño, cuando eran bastones vestidos de ceremonia. Se decía no haber nada más negro que el paraguas de un cura gallego y en eso hemos salido ganando, pues ahora, cuando llueve para abajo, florecen rutilantes tiñendo las aceras de burbujas multicolores, como un paisaje del país maravilloso de Alicia.

Además de otras preocupaciones que pesan sobre el ciudadano se añade la del cuidado por el paraguas, ya que su infrecuente uso es causa de que lo abandonemos en cualquier parte. Puede suceder que no haya sido desenvuelto desde meses atrás y hayamos olvidado que, en la última ocasión, se partió una varilla, o que la tela está agujereada por algún sitio incómodo. Salí a la calle empuñando el adminículo con la fingida soltura de quien sostiene una espada toledana, sin haber tomado la precaución de verificar su correcto funcionamiento. Total, para cruzar la calle, hasta la parada del autobús, no merecía la pena desplegarlo, eran cuatro gotas las que caían, como de costumbre. Me trasladé en el vehículo municipal y en el punto de destino seguía lloviendo, con mayor empeño. Entonces intenté desplegarlo y protegerme, que para eso lo había comprado.

Imposible. Estaba cuidadosamente enrollado como cabía esperar. Pero la pequeña cinta y el ojal que lo mantuvo cuidadosamente fruncido se negaban a funcionar como era menester. Caminaba, intentando que el negro botoncillo se liberara de la arandela sin conseguirlo, puede que a causa de la perdida de agilidad de los dedos. Ante un semáforo hube de detenerme, cuando ya la lluvia se deslizaba por mi cara en caída libre. No cejé en la lucha con el maldecido paraguas, sin apercibirme del lugar donde me encontraba y la veloz ráfaga de los automóviles que lanzaban a los bajos de mis pantalones el agua retenida en los charcos Sentí el impacto en las rodillas y eché mano del variado ramillete de improperios contenidos en la lengua castellana.

He tenido ocasión de soportar la transitoria violencia de los aguaceros tropicales, que bendicen la tierra y dan lustre a las flores como árboles y a gigantescos árboles como casas, pero, sinceramente, le veo poca utilidad a la lluvia en Madrid, que se limita a formar lodo en las castizas obras públicas que festonean las calles, espesa el tráfico rodado, espacia la llegada de los autobuses y derriba las cornisas más vulnerables. Es bien cierto que depura y limpia el ambiente que respiramos y nutren los escuálidos embalses pero queda fuera de toda discusión que la lluvia nos sorprende, sistemáticamente, atascando las alcantarillas. Aunque, al fin y al cabo, sólo hayan caído cuatro gotas.

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