Piazzale Loreto
La gente grita muchas burradas desde la grada. La costumbre del grito de estadio es tan vieja como el fútbol y tiene, en general, virtudes catárticas y terapéuticas. La mayoría de los gritos, espontáneos o corales, son irreproducibles. Se oyen barbaridades y ha sido así desde siempre. ¿Es razonable limitar ese repertorio de agresiones verbales? Hoy se tiende a pensar que sí, al menos en lo que toca a los insultos racistas. La cuestión racial constituye una falla tectónica de las sociedades europeas y los gruñidos simiescos de ciertos sectores no sólo producen vergüenza ajena: a estas alturas, causan alarma.
Existe, por supuesto, un Más Allá. Se encuentra en Italia y aflora a la superficie en encuentros como el Livorno-Lazio de ayer. Comparados con ese Más Allá, los gruñidos simiescos y otras consideraciones estúpidas sobre el tono de la epidermis ajena parecen pucheritos de guardería.
Di Canio corrió hacia la grada de los 'tifosi' del Lazio y se despidió con el brazo tieso
Ayer, en el estadio Armando Picchi, livornés, la muchachada lazial animó la salida al campo de los suyos con gritos de "¡Mussolini, Mussolini!" y con un vistoso despliegue de cruces célticas. Los hinchas locales esgrimieron las habituales pancartas con la efigie del Che Guevara y con el canto de Bandera Roja. Un poco antes, el autocar que trasladaba a los futbolistas del Lazio había sido atacado con una granada lacrimógena y algunos porrazos y un destacamento policial que controlaba una entrada sufrió el ataque de un grupo de tifosi livorneses: a un agente le abrieron una brecha en la cabeza y hubo que aplicarle ocho puntos de sutura.
Hasta ahí, todo normal. Cosas que suceden todos los domingos en el calcio. El auténtico Más Allá abrió sus fauces al cuarto de hora de la segunda parte, después de que el Livorno marcara el primer gol. Di Canio, que lleva tatuada en el brazo la palabra Dux y cuyas simpatías fascistas son tan notorias como su Ferrari azul eléctrico, fue sustituido. Di Canio corrió hacia la grada de los seguidores del Lazio y se despidió con el brazo tieso, igual que en un Roma-Lazio del curso pasado. La muchachada respondió con entusiasmo al gesto de su ídolo. Cientos de brazos se alzaron en el saludo fascista, delicadamente realzado con el grito "¡boia chi molla!", una vieja consigna mussoliniana que, traducida libremente, vendría a significar "¡perro el que afloja!".
Desde el resto del estadio se elevó, como un aullido, la frase "Piazzale Loreto", repetida hasta el infinito. Piazzale Loreto es una plaza de Milán sin gran atractivo estético. Aún está ahí la gasolinera de cuya cubierta, el 28 de agosto de 1945, colgaron los cadáveres de Benito Mussolini y su amante, Clara Pettacci, en compañía de otros jerarcas del régimen. El espectáculo de aquel 28 de agosto fue penoso. Los ensañamientos con cadáveres suelen serlo.
No sé si se puede ir más lejos. En cualquier caso, lo ocurrido en Livorno pone los pelos de punta. ¿Saben lo más grave? Que hoy, como en anteriores ocasiones, algún comunista encallecido como Sandro Curzio, antiguo responsable de propaganda del PCI, director del diario Liberazione y diputado de Refundación Comunista, dirá que Di Canio es un chico excéntrico, pero simpático, y que se le malinterpreta. Curzio es comunista, pero por encima de todo es tifoso del Lazio. También justificaría los gritos de "Piazzale Loreto" un fascista livornés si tal personaje existiera, que lo dudo. Las banderas del calcio están por encima de la fe política, de la decencia y del sentido común. Si hay que dar "vivas" a la muerte, se dan.
En los estadios italianos se incuba una bestia muy desagradable.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.