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FUERA DE CASA
Columna
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Alabanza de aldeas

Sin menosprecio de Corte, aunque las barricadas de las calles madrileñas no ponen fácil las alabanzas en estos tiempos, he buscado refugio en unos pueblos españoles. Estoy en la comarca de Los Pedroches, en la Andalucía occidental, en la provincia de Córdoba, entre Extremadura y los confines de Ciudad Real. He recorrido sus pueblos con la compañía del escritor, del poeta y narrador rural Alejandro López Andrada. Por sus campos, sus dehesas, sus sierras, sus llanuras de horizontes plagados de encinas, "faciendo la vía del Calatraveño", uno se da cuenta que hay vida más allá de nuestro ser urbanitas. Unos pueblos, Villanueva del Duque, Hinojosa, Pozoblanco, Añora o Dos Torres que siguen viviendo principalmente del campo y sus pastoreos. Unas tierras que alimentan al cerdo ibérico -esa joya cultural que debemos preservar-, que cuidan las ovejas y que siguen buscando entre sus minas restos de plata o de plomo.

Han pasado los años de la niebla, los años de plomo en las sierras que conocieron los maquis, los años de la emigración y del hambre. En Dos Torres, un solo pueblo desde los tiempos del general Espartero, ya no están divididos entre las tierras del señor, del usía, y las tierras del rey, ahora son de sus vecinos, de los campesinos o los trabajadores que conservan los blasones que nunca fueron suyos. Unas gentes que mantienen las iglesias que construyeron el poder y sus aliados. Los palacios de los nobles, esas casas blasonadas desde las que ejercieron su autoritario gobierno. Los tiempos han cambiado, siguen sonando sus campanas, la lechuza se nos cruza en la plaza al anochecer, huele a matanza, pero el futuro ya no es una choza en esos campos de niebla y pastoreo que cuenta López Andrada en su hermoso último libro.

Hasta aquí hemos venido para celebrar los cincuenta primeros años de una novela inmortal, Pedro Páramo. Escrita por ese hombre de pueblo que supo que lo universal también se podía decir desde Comala. Estamos en un pueblo español que lee, que se reúne en la Biblioteca Municipal para hablar de sus lecturas. Para hablar de ficciones entre los vivos. Para no estar muertos como en la región de Pedro Páramo. Por aquí acaban de pasar otros escritores que no olvidan sus pueblos. Julio Llamazares -que se quedó sin pueblo por obra de su amigo Juan Benet, en los tiempos en que el poder inauguraba pantanos-, Felipe Benítez Reyes, que sigue habitando en su pueblo de Rota -ahora refugio veraniego de la tribu de los poetas de la experiencia, de músicos y de novelistas- o José Manuel Caballero Bonald, el mejor de los premios nacionales del año, el cosmopolita de Jerez, el poeta que demuestra cómo se puede ser joven, rebelde e infractor así que pasen ochenta años. En Dos Torres hay niñas que no quieren ser princesas, que se conforman con el juego de hacer versos y de iniciarse en la lectura de Juan Rulfo. Tendrán otros sueños, otros juegos, pero éstos no están mal.

¿Qué pensará Rulfo del lío con su nombre? ¿Se aparecerá por la noche en la casa de Tomás Segovia? ¿Le podrá arrebatar el nombre de su premio? El debate está servido.

¿A quién pertenece el nombre de Juan Rulfo? ¿A los que le hemos leído, a los que celebramos su obra que nunca perecerá o a la familia que no es partidaria de las palabras de Tomás Segovia? Uno, que es rulfiano, que tiene aprecio por la familia, por su viuda, Clara, de la que el escritor se enamoró cuando era una niña, por sus hijos que indagan en la trágica historia de soledades y muertes de su estirpe, está también del lado segoviano. Del lado de un imprescindible poeta del exilio que reparte su vida y su obra entre Madrid y México. ¿Acaso no se merece Tomás Segovia, que tantas cosas se merece, un premio que lleva el nombre de un autor al que no apreciaba personalmente. Creo que sí. Rulfo es de todos sus lectores, de los campesinos de Jalisco, de los vivos y muertos de Comala o de los habitantes de la comarca de Los Pedroches.

Volvimos haciendo parada en Pozoblanco. Pueblo vivo que es recordado por un célebre muerto, el torero Francisco Rivera, Paquirri. Hay pueblos que han conocido tardes de gloria taurina, grandes faenas, salida por la puerta grande con las orejas y el rabo, momentos inolvidables de una fiesta con problemas. Tardes de gloria, que siempre están oscurecidas por la sombra de sus célebres muertes. Pozoblanco, con Paquirri -se puede visitar su habitación en la pensión donde pasó su última tarde vivo-; Talavera, con Joselito; Linares, con Manolete. ¡Cuánto prestigio tiene la muerte! Que se lo pregunten al inmortal Juan Rulfo.

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