Neofeudalismo inmobiliario
Las reacciones de rechazo que el anteproyecto de Ley de Derecho a la Vivienda de la Generalitat de Cataluña ha provocado en algunos sectores dan mucho que pensar con relación a una tupida e impenetrable red de intereses, privilegios y deudas, una situación que beneficia a una parte de la sociedad, esclavizando a la mayoría y provocando un creciente descontento social.
Vivimos una condición contemporánea en la que renacen estructuras feudales de poder sobre la tierra y la construcción, aliadas con los nuevos sistemas tardocapitalistas de consumo, que arrancan a finales de los años sesenta, cuando las hábitos de compra en los países desarrollados se empezaron a transformar a partir de los sistemas de crédito. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, en la sociedad de la opulencia y el despilfarro las relaciones sociales se han trastocado y, de la misma manera que se venden las empresas en función de sus expectativas de negocio, los ciudadanos se han ido acostumbrado a usar aquello que aún no han ganado con sus sueldos. Hoy la sociedad española está en gran parte hipotecada; disfruta de pisos, segundas residencias, automóviles, electrodomésticos, ordenadores, viajes y vestidos que aún está pagando a plazos. Todo este sistema hipotecario gira esencialmente alrededor de las entidades financieras, los grupos inmobiliarios y las industrias más poderosas, como la del automóvil.
Trabajamos para la hipoteca. El nuevo señor feudal es el poder inmobiliario, que hay que reequilibrar con políticas públicas del suelo
De esta manera, casi todos debemos a la minoría que domina la fase financiero-inmobiliaria del capitalismo, habiendo renacido algunos rasgos de la sociedad precapitalista que conducen a situaciones desorbitadas. Publicaba EL PAÍS del 17 de noviembre que en tres años el precio medio del metro cuadrado de los pisos nuevos en Barcelona se ha duplicado, pasando de 3.000 a 6.000 euros. ¿Por qué el suelo y la vivienda, a diferencia de los demás productos de consumo, no tiene unos precios límite? ¿Cuántos años tiene que trabajar una pareja para poder comprar con su sueldo un piso nuevo de 70 metros cuadrados que puede costar 420.000 euros? ¿Qué porcentaje del sueldo se ha de dedicar para cubrir un alquiler que no bajará de los 900 euros?
Vivimos en función del trabajo debido por todo lo que disfrutamos sin haberlo aún ganado. En la sociedad de la abundancia las posibilidades de consumo parecen infinitas y el trabajo servil parece que lo hemos elegido voluntariamente. Sin embargo, ello no es tan cierto cuando es prácticamente imposible huir de la lógica de este neofeudalismo inmobiliario. Todos somos deudores de un señor poderoso. De ahí la furia de los jóvenes que viven en los extrarradios de las ciudades francesas, en barrios depauperados, sin comercio de proximidad y con equipamientos obsoletos; de aquellos que tienen poco que perder: sólo la promesa de una vida basura. Una realidad de violencia gratuita que J. G. Ballard, siempre visionario, ha anunciado en su última novela Millennium people, publicada en 2003, antes de los atentados de Londres y de la quema de vehículos en París, donde relata la situación de un próximo futuro, con una clase media desesperada que se convierte en revolucionaria y que atenta contra agencias de viajes y ferias de consumo.
El núcleo de esta situación feudal que obliga por vida a un trabajo servil se anuda en torno al sector inmobiliario, cada vez con menos escrúpulos deontológicos -y que cada día inventa nuevos métodos impunes de mobbing-, y se basa en el dominio de los propietarios del suelo. De ahí la urgencia de unas políticas públicas de reequilibrio, control del precios del suelo y promoción de vivienda social que, lamentablemente, están tardando demasiado en llegar. Y de ahí la fuerte resistencia del poder financiero e inmobiliario a cualquier medida en favor del bien común que les pueda restar privilegios y expectativas: por eso las reticencias tras la presentación del anteproyecto de ley del derecho a la vivienda, y por esta razón la ministra de vivienda del Gobierno español sufre una campaña de desprestigio.
Sabemos que durante los años del gobierno de Convergència i Unió en la Generalitat se fueron reduciendo sistemáticamente las inversiones en vivienda protegida, llegándose incluso a plantear su desaparición. También sabemos ahora que mientras los municipios catalanes, empezando por Barcelona, se han dedicado estos años a vender el suelo público, comunidades autónomas como la del País Vasco o la de Madrid, ya desde 1995, con audacia y clarividencia, antes del ciclo inflacionario iniciado en 1997, se dedicaron a conseguir reservas de suelo público introduciendo una legislación que obliga a cesiones de hasta el 50%. Por ello hoy el problema de la vivienda es más posible de afrontar en el País Vasco y en Madrid que en Cataluña.
Ante este desmesurado dominio de los intereses que controlan el sector financiero, inmobiliario y de la propiedad el suelo, e inspirándonos en Ernest Hemingway y su relato de 1938 titulado Un lugar limpio, bien iluminado, que incluye el nihilista "padrenuestro de la nada" ("nada nuestro que estás en la nada..."), podríamos escribir hoy un padrenuestro al dios más dominante, el inmobiliario: "Promotor nuestro que estás en las ciudades, construido sea tu reino, beneficios tenga tu voluntad, así en el suelo como en altura. Danos, señor, la hipoteca de cada día y especula con nuestras deudas, así como nosotros explotamos a los demás, y no nos dejes fuera del sector inmobiliario, más líbranos de nuestros inquilinos. Amén". Un gran señor malévolo, omnipresente e ignorante, que hacina a los inmigrantes en pisos sobreocupados, que deshereda a los sin techo (Barcelona suma un nuevo indigente cada dos días) y que dicta una religión que no cuela entre los okupas y los activistas contra la violencia inmobiliaria. ¿Hasta cuándo se va a permitir que el poder del dios inmobiliario siga impune?
Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de la Escuela de Arquitectura de Barcelona (UPC)
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