_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sueño 9

Miquel Alberola

Cuando el perturbado Mark Chapman apretó el gatillo de su pistola cinco veces contra John Lennon ante el edificio Dakota de Nueva York, el músico, en realidad, ya hacía tiempo que estaba muerto. La vidente plástica Yoko Ono le había succionado el seso y lo había transformado, con su propia complicidad, en un corderito macrobiótico. Lennon ya se había olvidado del mundo, vivía en una nube de marihuana y había perdido la iniciativa. Ella lo gobernaba desde la cabalística, los horóscopos y las cartas astrales. Sin embargo, esa caricatura a la que había sido reducido tampoco justificaba su muerte, que aún hoy, 25 años después, no ha logrado desprenderse de la sospecha de la maquinaria de la Administración norteamericana, que unos años antes, encauzada por la paranoia anticomunista de Richard Nixon, lo había estado espiando por sus actividades contra la guerra de Vietnam y consideraba su expulsión por su enorme influencia sobre los jóvenes. Pero en 1980, Lennon ya estaba liquidado. Su genio se había convertido en una insufrible tortura y su mujer, de modo calculado, lo había empujado por su propio precipicio hasta renunciar a sí mismo en la caída. Así pagaba el largo fin de semana de 15 meses que vivió entregado a otras mujeres, al alcohol y las drogas en California, lejos de la influencia de la mística japonesa, durante los que escribió una de las canciones que con mayor intensidad estallaron en mi cerebro a mediados de los setenta, 9 Dream. Lennon se había rendido sin condiciones, abrumado por el tormento de su desdichada infancia, en la que fue abandonado por sus padres, y la mala conciencia que le producía tener un hijo con el que tampoco estaba ejerciendo de verdadero padre. Y ahí murió. Ésa fue la mejor realización plástica de la artista Yoko Ono. Le dio una estabilidad envasada al vacío en humo de marihuana, pero en el lote entraba tener un hijo con ella y desaparecer del mundo de los vivos. Incluso llegó a regresar con otro disco en el que se esforzaba por parecerse a sí mismo. El talento de aquel músico rebelde y pacifista ya sólo continuaba a salvo de perturbados y videntes en nuestro interior. Con toda la pureza de aquel verano, como en aquel sueño que parecía tan real.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_