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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Misteriosos maniquíes

Al subir por las escaleras mecánicas de El Corte Inglés, entre el tercer y el cuarto piso, vemos aparecer la cabeza de un maniquí, como una muchacha paralizada por un sortilegio que parece que nos está esperando en el rellano. Según vamos subiendo, a la cabeza que se asoma sobre el filo del último escalón se le va agregando el cuello, el busto con los antebrazos, el tronco entero y las piernas, envueltos en tules y transparencias de lencería. Ante semejante aparición el rostro del visitante sustituye la expresión de ensimismado aburrimiento propia de estas expediciones al palacio del consumo por otra expresión, ésta de extrañeza; se ve desconcertado, desplazado a escenarios eróticos, nocturnales, que no cuadran con la luz uniforme de los grandes almacenes ni con la espaciosa sala en que se encuentra ni con la aguda conciencia de ser parte de un rebaño, conciencia que asalta a cualquiera que va de compras a esta clase de establecimientos, tan prácticos por otra parte. ¿Qué siente o piensa el cliente expuesto a las sugerencias contradictorias que emanan de los volúmenes y la ropa procaz del maniquí, con la frialdad de la materia, poliuretano o fibra de vidrio, y con el gesto congelado? Probablemente, una punzada de leve angustia ante la posibilidad de haberse deslizado, sobre la alfombra mágica de las escaleras automáticas, en un espacio en el que las reglas están cambiadas. El cliente agradece que sólo le reciba un maniquí, y no cien, y dándole la espalda se encamina al siguiente tramo de escalera mecánica.

Una sensación de irrealidad semejante se produce ante la tienda de escaparatismo de Diputació-Pau Claris, donde media docena de maniquíes sin rostro saludan a la calle desde el balcón del tercer piso, en cuyo interior a lo mejor están celebrando una fiesta en la que también participan algunas marionetas y muñecas, algunas estatuas del museo de cera y de los jardines públicos, y un robot o dos, para dar la bienvenida a un ejemplar de Palette, el maniquí sin rostro de la casa japonesa Flower Robotics Inc., que se pone en movimiento cuando entra un cliente en la tienda e imita los movimientos de las modelos famosas. A fiestas de esta clase es mejor no ser invitado. Peligro de muerte.

Que hay algo turbador en estos sosías es evidente. Turbador, y potencialmente amenazante, pues la materia no bromea, sino que está siempre impregnada de una trágica seriedad, como afirma el padre de Bruno Schulz en Las tiendas de color canela. El padre del narrador, sastre de profesión, está convencido de que en todos los muñecos antropomórficos alienta una especie de vida, que él aspira a liberar: "¿Habéis oído, durante la noche, los terribles gritos de esos monigotes de cera encerrados en extrañas barracas, el lastimero coro de esos troncos de leña y porcelana que golpean con el puño las paredes de su cárcel?".

Siguiendo esta lógica, el episodio piloto del nuevo Doctor Who, la serie de ciencia ficción que la BBC emite, con enorme éxito, desde los años sesenta, que tuve el placer de ver la pasada primavera, trataba precisamente sobre una rebelión de los maniquíes de las tiendas de Londres; por la noche cobraban vida y salían a sembrar el caos y la muerte (como los androides de R.U.R., la novelita de Karel Capek, creador literario de los robots), y el Dr. Who tenía que emplearse muy a fondo -eso sí, al estilo british: levantando la ceja, bromeando sin tasa, flippant a más no poder- para devolver a los revoltosos a sus escaparates.

Ante un semáforo de la Rambla de Catalunya, oí a una señora lamentarse a su marido porque ella estaba más gordita que el escultural tronco femenino transparente que lucía un tanga en el escaparate de Intimissimi. "Con ese tipito, todo le sienta bien", se quejaba, envidiosa y tontorrona. Ganas me entraron de abrirle los ojos: "Señora, ¿no ve que ella no tiene piernas ni cabeza, y usted sí? Y encima, ella es de fibra de vidrio".

Se entiende que la presencia silenciosa, fantasmagórica, de los maniquíes tenga misterio y atractivo, un atractivo evidente en los ejemplares de formas perfiladas, maquillados, con peluca, que venden empresas modernas y sofisticadas como Atrezzo (en la foto) o B3. Lo cantó Sisa ("oh, nineta / embolicada / en cel·lofana, / tu ets el més preciós regal / que em puguin fer / per al meu sant"), inspirado por la secretaria de la compañía de seguros en la que trabajaba entonces, que, según me dice el cantautor, "era clavada a un maniquí, pero un maniquí popular, de Gran Via para abajo, un maniquí tirando a Sepu", y lo fotografió Josef Sudek en varias placas de su lírica serie Paseo por el jardín encantado, tan evocadora y bella como todo lo que Sudek hacía, y con una mano, pues la otra la había perdido en la I Guerra Mundial.

En esa guerra, y en el mismo frente italiano, también cayó herido Oskar Kokoschka (OK), y durante su convalecencia le dio puerta su novia, Alma Mahler, la mujer más fascinante de Viena, dicen. OK encargó el que sería el más famoso maniquí en la historia del arte -un fetiche de tamaño natural y hechuras "lo más semejantes posible" a las de Alma- a una artesana a la que dio explicaciones sobre proporciones, texturas y tamaños, la calidad de la piel, la forma de manos y pies, el volumen del busto y la rugosidad de los pezones... La muñeca es horrible, una larva, una chapuza. OK se llevó un disgusto al verla. También su Autorretrato con la muñeca da pavor. ¡Qué feliz hubiera sido OK en los tiempos modernos, cuando la técnica permite simulacros perfectos, idénticos al original!

Corrieron los rumores de que aquel magnífico loco dormía con su maniquí, la vestía y desnudaba, recibía en casa a sus amigos ante su mirada ciega, la llevaba consigo al café, a la ópera, en fiacre... Si no recuerdo mal, en las memorias de Alma Mahler y en las de OK (ambas publicadas por Tusquets, y ambas con el mismo título: Mi vida) se menciona este episodio grotesco, aunque con distinto acento: para la viuda Mahler, demostraba que el joven y celoso ex amante había quedado trastornado por su amor inolvidable y desamor abrasivo. En cambio, OK lo recordaba como una burla breve, granguiñolesca y juvenil, propia de su fe expresionista...

Luego la muñeca empezó a perder el relleno, se desarticulaba, y durante una fiesta se manchó de vino tinto, le arrancaron la cabeza, la arrojaron por la ventana. A la mañana siguiente OK tuvo que explicar a la policía qué hacía en su jardín aquel cadáver decapitado... que se llevó el camión de la basura.

museosecreto@hotmail.com

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