Constitucionalismo de pacotilla
Hasta hace algunos meses, uno creía que determinadas funciones profesionales y ciertos cargos institucionales implicaban voto de silencio e imparcialidad sobre las materias concernidas por aquellas funciones o cargos. O sea, que un árbitro de fútbol de Primera División no debía mostrar públicamente preferencias por el Barça o el Madrid o el Betis, so pena de poner bajo sospecha todos sus arbitrajes futuros. Que un examinador no podía exhibir filia ni fobia hacia este o aquel examinando, a riesgo de ser recusado. Que a cualquier juez le estaba estrictamente vedado manifestar opiniones personales respecto de personas o conductas susceptibles de ser juzgadas. "Un juez sólo habla a través de sus autos y sus sentencias": no sé quién lo dijo, pero me parece una máxima llena de sensatez.
Claro que siempre hubo transgresores de esta norma deontológica elemental, la que prohíbe ser juez y parte. Todavía se recuerda en Barcelona el caso de un ilustre jurista que, siendo miembro del Consejo Consultivo de la Generalitat, se dedicó a combatir con la pluma y la palabra una nueva ley del Parlamento catalán cuya constitucionalidad tenían que dictaminar, poco después, él mismo y otros 11 consejeros. Pero lo que entonces parecía una lamentable excepción ha resultado un ejemplo precursor.
En efecto, la polémica a cuenta del nuevo Estatuto ha hecho saltar en pedazos todas las deontologías profesionales, ha borrado de un golpe cualquier neutralidad institucional. De repente, los titulares de altísimos cargos públicos (el gobernador del Banco de España, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, el Defensor del Pueblo...) aparentemente sujetos al deber de discreción, se han lanzado a conceder entrevistas y hacer declaraciones; y, en ellas, a caricaturizar y descalificar el proyecto estatutario catalán con un empeño, una vehemencia y -a veces- una falta de respeto por la verdad propias de ciertos actores o polemistas políticos, no de quienes ejercen como árbitros del sistema.
Si este panorama ya resulta de por sí inquietante, y alejado de los estándares de una democracia madura, hay dentro de él quien ha ido dos pasos más allá. Se trata de don Manuel Jiménez de Parga, presidente emérito y magistrado en ejercicio del Tribunal Constitucional. Según él, con la reforma del Senado en el horizonte político, habría que aprovechar la ocasión para circunscribir la presencia de los partidos nacionalistas a la Cámara Alta, eliminándolos del Congreso de los Diputados, que quedaría así como un coto reservado para los dos grandes partidos, PSOE y PP. Jiménez de Parga recomienda "aprovechar la ocasión de revisión del Senado para modificar la legislación electoral" y limitar la representación parlamentaria de "aquellos partidos con zonas geográficas limitadas, por ejemplo PNV o CiU", a la Cámara Alta. Además, don Manuel aboga por que el Estado recupere "ciertas competencias que en su día se transfirieron a las comunidades autónomas y posteriormente se ha demostrado que esa delegación fue desacertada, produciendo malos frutos, como es el caso de la educación". "Lo progresista ahora", añade, "será reclamar la recuperación de las facultades del Estado".
Desde luego, la propuesta de reforma electoral de Jiménez de Parga no tiene nada de novedosa. Exponentes tan conspicuos de la transversalidad españolista como Juan Carlos Rodríguez Ibarra o Alejo Vidal-Quadras la han planteado más de una vez durante los últimos lustros. Pero Rodríguez Ibarra y Vidal-Quadras son políticos en activo, se sitúan en el plano de la dialéctica intra e interpartidaria, del debate de opinión y de la disputa por el voto; sus puntos de vista no tienen más valor jurídico que los míos. Manuel Jiménez de Parga se halla -o eso cabía esperar- en otro nivel: el del miembro, y ex presidente, del máximo órgano de control y garantía de la constitucionalidad; el de aquel que, si un día se plantease algún cambio no consensuado de la ley electoral, tendría que dictar sentencia sobre su encaje en el marco constitucional. El señor Jiménez de Parga posee la facultad de crear doctrina, y tal cosa debería imponerle una discreción y una neutralidad exquisitas.
También es verdad que quien fue catedrático de Derecho Político de la Universidad de Barcelona entre 1957 y 1979 se ha caracterizado siempre por la facundia opinadora, con tendencias crecientes hacia la incontinencia verbal y el chascarrillo. Pero, mientras tales aficiones se aplicaban a glosar las fuentes multicolores de los nazaríes granadinos, en contraste con la supuesta falta de higiene personal de sus coetáneos catalanes o vascos, el asunto podía despacharse con una sonrisa o una carcajada.
Ahora, no. Ahora, uno de los 12 guardianes máximos de la Constitución de 1978 sugiere, motu proprio, cambios legislativos que son antitéticos seguramente con la letra, sin duda con el espíritu incluyente de esa Constitución por la que él debe velar. Jiménez de Parga propone expulsar del Congreso -es decir, de la gobernación de España-, a 3,25 millones de ciudadanos, el 12,5% de los votantes de marzo de 2004, y ello por razones puramente ideológicas. Además, recomienda al poder central una política de recuperación competencial tendente a convertir el Estado autonómico en una parodia, en algo parecido a lo que era el régimen parlamentario bajo la mayoría de las constituciones decimonónicas... ¿Y éste es uno de los sumos sacerdotes del culto constitucional, uno de los futuros jueces del Estatuto si las Cortes llegan a aprobarlo y el Partido Popular lo impugna?
Por cierto: permanezcan atentos a la actualidad, porque el PP no va a permitir que se aplique la ley de devolución a Cataluña de los documentos históricos retenidos en Salamanca sin montar un Dos de Mayo helmántico. Ya lo están preparando.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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