El Concilio Vaticano II en mantillas
Hace cuarenta años se cerraba solemnemente en la basílica de San Pedro el Concilio Vaticano II, la asamblea plenaria de obispos que marcó una verdadera revolución dentro de las estructuras de la Iglesia católica. El día 8 de diciembre de 1965, Pablo VI clausuraba este gran evento de la Iglesia del siglo XX, iniciado el 11 de octubre de 1962 por Juan XXIII. De esa revolución en la que participaron, entre otros, Juan Pablo II y Benedicto XVI, sobrevive un puñado de obispos y cardenales. Y la memoria viva de muchos cristianos que vivieron y sintieron con pasión ese momento de esperanza.
La Iglesia española, enfrascada en luchas y hostilidades con el Gobierno, parece haber olvidado este acontecimiento. Prácticamente en todas las iglesias europeas esta efeméride se está celebrando con gran solemnidad. En España es una pena que la prioridad coyuntural desdibuje una reflexión profunda en torno a este hecho capital. Sin lugar a dudas debería ser un tiempo fuerte de lectura y profundización para todos los cristianos españoles. Un tiempo de renovación, y de vuelta a las raíces de nuestra fe. La impresión es que estamos excesivamente cop(e)ados por otros temas secundarios.
Muchos recuerdan esta etapa con nostalgia, otros con entusiasmo y algunos con esperanza. Fue una tentativa de reformar la Iglesia católica y reconciliarla con el mundo moderno. Para la mayoría de los cristianos se trató de un viento increíble de ilusión y renovación. Una gran etapa en la historia de la Iglesia. Una gran masa de católicos se sintieron entonces muy a gusto con esa Iglesia que se abría de par en par a la vida de los hombres y a la inspiración del Espíritu Santo.
El mejor síntoma de que el Concilio fue un éxito es que, en algunos aspectos, como la reforma litúrgica, muchos se preguntan, todavía hoy en día, cómo podían ser las cosas antes... La eliminación de la lectura en latín de la misa y el hecho de que los sacerdotes la oficiaran mirando a los asistentes, en lugar de espaldas, fue para algunos católicos "una experiencia chocante". Es una manera de decir que se tardó incluso demasiado en responder a determinadas reformas. Esperemos que esto no vuelva a suceder... o, a lo mejor, está sucediendo. En cualquier caso, en este espacio litúrgico ha habido avances significativos, así como en el del reconocimiento de la libertad religiosa, el diálogo interreligioso, pero en otros sectores como el ecumenismo, las relaciones de la Iglesia con el mundo, la Iglesia pueblo de Dios o la colegialidad episcopal no se han obtenido los frutos deseados. En otros aspectos concretos, referentes a la moral sexual y familiar, es decir al cuerpo y al sexualidad, existe más bien una impresión de fuerte regresión. La Iglesia ni siquiera parece interesada por integrar o leer los nuevas aportaciones de la psicología o de la sociología en esta campo tan delicado. Incluso muchos teólogos y cristianos de a pie piensan que el desfase en este ámbito ha provocado la defección de muchos creyentes de buena voluntad. También bastantes sacerdotes confiesan abiertamente que nadie se cree, hoy en día, la moral sexual y familiar de la Iglesia. La esquizofrenia en esta esfera es cabalgante.
Por supuesto que no desconocemos que la historia postconciliar no fue fácil. Desde el principio, en el seno mismo de la curia romana y entre los fieles, se manifestaron fuertes tensiones y oposiciones. El Concilio, según algunos, nació de un "pequeño cuarto de hora de locura de Juan XXIII". Para los que piensan así, siempre presentes en la Iglesia, este evento ha sido nefasto. Es evidente que cuarenta años después la lectura de algunos de sus documentos que, muchas veces, fueron el fruto de compromisos y negociaciones entre teologías claramente opuestas, no resulta fácil ni evidente. Esta cuestión es todavía un gran interrogante que nos explica determinados giros de la Iglesia en los últimos años.
Ahora bien, lo que está claro es que fue un concilio netamente pastoral que se esforzó desde un principio por presentar al ser humano de hoy un rostro nuevo de la Iglesia. Ahí están la Gaudium et Spes, la Lumen Gentium, etc. Por todo esto el Vaticano II ha señalado, como ningún otro Concilio, la vitalidad de la Iglesia y su deseo de encarnarse cada vez más en el hombre de cada tiempo. El Concilio aterrizó suscitando esperanza: la opción por los pobres, la opción por la justicia, la denuncia profética, el compromiso laical, el fortalecimiento de las iglesias locales... todo ese despertar produjo, también, reacciones contrarias, una ola de involución, de retroceso que llega hasta nuestros días. Por eso, muchos cristianos nos preguntamos ¿cómo está nuestra Iglesia hoy? ¿Qué le hace falta para avanzar en la conclusión de esa revolución iniciada por el Vaticano II? ¿Qué podemos aportar a esa revolución eclesial, hoy y aquí? Y esto lo hacemos porque nos sentimos Iglesia, porque nos consideramos pueblo de Dios.
José Luis Ferrando Lada es profesor de Historia en la UNED.
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