_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Constitución

Hay personas para quienes recordar la vigencia de la Constitución es crispar. A mí, sin embargo, nada me turba y nada me espanta cuando hablan de la Constitución. Todo lo contrario: me alegra. Porque mucho se ha convivido gracias a ella. Nada menos que 27 años. Es el texto fundamental más venturoso desde las Cortes de Cádiz de 1812, momento fundacional de nuestra nación moderna. Esa nación que algunos niegan y que la abrumadora mayoría de los ciudadanos españoles afirma. La misma mayoría que desea que esa Constitución continúe siendo la cúpula normativa de uno de los estados más viejos del mundo. Pacífica marea de demócratas que no admiten entre ellos y el estado ningún privilegio, ningún fragor identitario. Ningún destino en lo universal, aquello que defendía el régimen de Franco antaño, y ahora no pocos nacionalistas periféricos, esos nuevos joseantonianos.

A mí no me apena la Constitución aprobada masivamente por los ciudadanos de España. Sí que me crispa, empero, que haya partidos políticos que pretendan que el idioma castellano tenga trato de lengua extranjera en Cataluña. Me parece muy azuzador ese pedido, aparte de inconstitucional. Pero ese criterio, claro, no lo comparten quienes desean la desmembración del Estado. Tampoco esa extraña élite disfrazada de neutralidad, que tilda de fascistas a partidos conservadores democráticos a la par que flirtea con formaciones ilegales que jamás condenaron mil asesinatos. A mí me crispan las acciones terroristas y el fanatismo étnico-religioso. Pero no me crispa la Constitución, ya digo. Todo lo contrario. La tengo por la única patria defendible, junto con el idioma de cada cual. Y considero a todo nacionalismo (también al español, obviamente) como lastimoso desvarío ideológico, amén de fuente de odios y crímenes. España, ahora, vive momentos tensos, artificialmente tensos, debido a la aritmética electoral y a las insolidarias exigencias de nacionalismos insaciables y, en algunos casos, muy provocadores. Pero la Constitución de 1978 nos mantendrá en la normalidad y en la convivencia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_