El precio de la incoherencia
El Madrid destituyó ayer a Vanderlei Luxemburgo, once meses después de su llegada al club. Es el tercer entrenador despedido desde que Florentino Pérez obtuvo su segundo mandato electoral. Le precedieron José Antonio Camacho y Mariano García Remón. Llega López Caro, a quien se le concede un carácter transitorio. El Madrid se ha convertido en una máquina de triturar entrenadores, el síntoma más claro de que el club ha entrado en un proceso de autofagia que recuerda a los protagonizados por Ramón Mendoza y Lorenzo Sanz en sus peores momentos. No es lo que se esperaba de Florentino Pérez, que llegó en medio del hartazgo de los socios. La hinchada quiere títulos, estabilidad y buen juego. El Madrid no le ofrece nada de eso desde hace dos años.
El club parece que tiene buena imagen, le sobra dinero, construye una espectacular ciudad deportiva y ha abrillantado el Bernabéu. En ese terreno, que remite a aquello que ha consagrado a Florentino Pérez como empresario, el Madrid no tiene tacha. Pero finalmente se trata de un club de fútbol, uno que llegó a considerarse por encima de las contingencias de los resultados, como si su reino no fuera de este mundo. Pues no. El fracaso deportivo del Madrid es clamoroso y no hay éxito mercantil que lo maquille. Dos años vacíos de títulos, casi tres temporadas de un pésimo fútbol, son la consecuencia de un periodo de enorme desorden. El Madrid ha invertido 160 millones de euros en fichajes desde el verano de 2004, ha contratado a ocho jugadores -Samuel, Owen, Woodgate, Gravesen Pablo García, Robinho, Sergio Ramos y Baptista-, ha contado con tres directores deportivos -Camacho, Butragueño y Sacchi- y ahora designa a su cuarto entrenador. Algo va muy mal en un club que se somete a un frenesí de este calibre.
Nada de lo que ha hecho el Madrid en los últimos meses suena a consistente. No están Camacho, Samuel y Owen, mascarones del segundo proyecto de Florentino Pérez. Del resto de fichajes, sólo Sergio Ramos tiene las condiciones indiscutibles para asentarse durante años en el equipo. Los demás jugadores tienen un aire dudoso en el mejor de los casos -habrá que ver la reacción del desanimado Robinho al despido de su protector- o simplemente no les alcanza para jugar en el Madrid, que ha entrado en una crisis galopante. Son varios los factores que ahora mismo llevan al club a devorarse a sí mismo. Lo que sirvió para rescatarle del descrédito que había alcanzado, a pesar de conquistar dos Copas de Europa, no tiene ningún valor en estos momentos. El Madrid pretendió equilibrar lo mercantil con lo futbolístico en un interesante proyecto que se fue al garete por dos razones: las estrellas envejecieron y el club decidió poner todo el acento en lo comercial. Cuando el Madrid fichó a Beckham y traspasó a Makelele se envió una señal irreparable.
Es cierto que el club ha fichado, y que ha fichado mucho, y que ha gastado cantidades ingentes de dinero en jugadores. Pero lo ha hecho a contrapié, apretado por la frustración de los aficionados y por la pésima realidad de los resultados. Ha cometido errores en todos los ámbitos. Desechó a Eto'o y desestimó a Ronaldinho, la principal munición del Barça en este momento glorioso, y no ha tenido un plan coherente. No ha tenido plan. Mientras el Barça responde a un criterio fundamentalmente futbolístico, asociado a una idea que le ha dado ocho títulos de Liga en 15 años -es frente al Getafe, en el día a día, donde se consuman las crisis-, el Madrid no ha logrado concebir un proyecto deportivo que le impida los lamentables episodios que vive desde hace dos temporadas. En realidad, viene de más lejos. Desde la Quinta del Buitre, el Madrid es un modelo de incoherencia. Desde entonces no ha ganado dos campeonatos seguidos. Conquistó dos Ligas en la década anterior -una con Valdano y otra con Capello, representantes de dos maneras opuestas de entender el juego- y otras dos en la actual, ambas con Del Bosque, cuya figura se agranda con el tiempo. Representaba un bastión de los viejos ideales del club y se manejó con éxito en tiempos de crisis -los últimos meses de Lorenzo Sanz- y de difícil abundancia -el periodo estelar de Florentino Pérez-.
El presidente, que llegó para cambiar los malos hábitos del club, ha entrado en la misma dinámica que sus antecesores. Ha entrado en la dinámica que caracteriza a la inmensa mayoría de los presidentes. No es ajena su figura a muchas de las decepciones actuales. El fútbol, que hace del éxito y la fama una trampa contaminadora, convirtió a Florentino Pérez en una celebridad social. El hombre que llegó del frío para dotar al club de una estructura extremadamente profesional se ha dejado llevar por las vanidades del personaje de éxito, refractario a la autocrítica y constantemente adulado a su alrededor. En muchos aspectos su personalidad condiciona la dirección deportiva del Real Madrid. El problema no es Luxemburgo, un técnico experto que ha tomado decisiones discutibles. El problema es que no hay entrenador que resista en un club que comienza a sufrir de elefantiasis -todo el mundo opina, pero nadie se atribuye las responsabilidades en el ámbito deportivo-, que no tiene un plan a la vista y que está dirigido por un presidente cada vez más apremiado por el desagradable ambiente que se respira en el Bernabéu.
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