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LÍNEA DE FONDO
Columna
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Domar un dragón

Vistos los primeros ensayos de MotoGP, los cronistas han confirmado desde Malaisia que Dani Pedrosa empieza a domar la fiera. La noticia tiene por sí misma la dimensión de acontecimiento y admite una primera conclusión: someter un torpedo japonés de más de doscientos caballos de potencia con un cuerpo de menos de cincuenta kilos de peso no es consumar una proeza; es clausurar la física.

Para alcanzar el sueño más antiguo de los caballeros andantes, Dani ha recorrido escrupulosamente todos los grados del escalafón. En primer lugar montó las cabras locas de 125 y 250. Progresó a codazos en un pelotón de escuderos que se ordenaba sobre la parrilla de salida como una marabunta. Con sus cabezas de langosta, sus vistosas corazas de piel y sus manos de salamandra, sus colegas y él, mitad insectos, mitad reptiles, se apretaban sobre los lomos de sus monturas, metían el puño sin remilgos y zumbaban como avispones bajo las apremiantes luces rojas del semáforo.

Ya entonces, su estilo nos parecía una atractiva combinación de sobriedad y audacia. A la edad en que los niños de su tiempo se dormían sobre la videoconsola, él se mecía sobre los pianos del circuito con la elegancia suave de un patinador. Desde los años de Randy Mamola, Wayne Rainey, Kevin Schwanz y Kenny Roberts, el motociclismo de velocidad se había convertido en el dominio de los vaqueros del Far West, impulsivos cowboys de mediodía que bailaban sobre el arco del sillín en una diabólica prueba de equilibrio. Para ellos, el Campeonato Mundial era sólo una extensión del rodeo.

Por eso nos fascinó Dani desde el primer día. Mientras sus compinches se afanaban en sacar la pierna y descolgarse sobre el vacío para recortar la chicane, Dani se ajustaba a la moto en una tardía evocación de John Surtess, Phil Read, Bill Ivy y Mike the bike Hailwood, gente de orden que asomaba discretamente por la cúpula del carenado y sabía negociar sin aspavientos la curva parabólica de Monza. Era, tres decenios después, la imagen reducida del alquimista italiano que llegó a derrotarlos quince veces: la versión azul cobalto del campeón de campeones Giacomo Agostini.

Los expertos piden que no nos hagamos ilusiones prematuramente. A fecha de hoy, aún estamos de maniobras: los ingenieros de la marca estudian a Dani, le toman medidas y siguen buscándole el sitio exacto sobre un violento animal de competición que bordea los mil centímetros cúbicos. Con ese fin han encerrado el engendro en el taller, le han recortado la cornamenta, le han afinado el colín y le han adelantado los estribos para que el chico pueda gobernarlo a voluntad.

Si le damos tiempo, Dani no solo será un jinete, sino un complemento: la pieza que falta en el perfil del dragón.

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