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FUERA DE CASA
Columna
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Poetas en prosa

Estuvimos paseando por Cádiz. Invierno con sol, deslumbrante vista desde la torre Tavira, vivas terrazas con vistas al dulce invierno, barrio del Pópulo, callejón de los Piratas, el mercado y La Caleta. Constitucional Cádiz, tabernaria, civil, prosaica y poética ciudad que nos hace volver a pensar en Fernando Quiñones. El gaditano ahora convertido en fundación, en premio literario. El jurado, con Rosa Regás al frente y hablando, cosa rara, de literatura. Y poco, casi nada, de la vida literaria. Yo recordaba a Quiñones, tomando churros, calentitos, subiendo a su desvencijado 4-L, en el que -Quiñones, dixit- el maestro Borges se tiró unos cuantos pedos. ¡Qué prosaico! Riéndonos con el recuerdo de Quiñones, que se emocionaba hablando de las artes puteriles de Juana la Borrico, que atendía sola en una esquina rosada, bajo un farol de callejón como de tango. La más grande de su oficio, decía el admirado escritor, "se la tiró el Canarias entero en una noche, con que te mire te entra un sifilazo". Poeta exagerado el de Cádiz, de afición tanta a las chicas de la mala vida, al flamenco de su tierra, al vino de cualquier parte. Admirado Quiñones que siempre está mirando su mar en escultura. Ciudad primera de Occidente que vio pasar la historia por sus callejones, que soñó la fuga ultramarina desde el puerto observando el humo de sus barcos. De Cádiz a Nueva York viajó León Trotsky, confinado en la ciudad constitucional, esperando la llegada del barco, paseando con vigilancia y teniendo como único amigo a un limpiabotas de la ciudad de las hetairas y las tabernas.

Rosa Regás tenía que correr, moviéndose ágil bajo los volcanes, con su estilo de casual musa de izquierdas divinas, corriendo para llegar a su oficial afrancesamiento, recibir la orden de Caballero de la Legión de Honor. Con menos prisas, pero sin apenas pasar por Madrid, volvimos a la ciudad de los libros, a la Barcelona de las bibliotecas, los escritores y los editores. Nos encontramos con una hermosa, y enorme, rubia sueca que dirige un programa de libros en la televisión pública de su país. Lo llaman Babel, tienen un gran presupuesto, viajan por el mundo, pero desconocen a los escritores que escriben en español. Creen que España es un país para tostarse al sol del Mediterráneo, que la escritura es para los países húmedos. Ellos se lo pierden. ¿O no?

Seguir trotando, danzando por el laberinto español. Llegar a Teruel. Que además de existir, tiene una de las más veteranas y abiertas revistas culturales de nuestro idioma. Con las gentes de Turia; con el terremoto fumador y poético de Ana María Navales; con la tranquilidad de Raúl Maícas, el creador de la revista que dedica su último número a las influencias de Buñuel en Almodóvar. Una excelente demostración que desde las "negras provincias de Flaubert" también se pueden hacer culturas universales. Teruel, un tranquilo lugar sin batallas. Un buen lugar para destierros razonables. Una buena provincia para poetas, prosistas y cineastas.

Un año más estuvimos en el Premio Loewe, sin corbata y con tantos metros de poetas por centímetro que sentí que podían peligrar las bodegas del hotel Palace. Pronto comprobé que no. Que los poetas ya no beben como antes. Se cuidan, quieren seguir con el tipo de cuando fueron los novísimos de antaño. Así Guillermo Carnero, el ganador, pulido y atildado como un modelo de Loewe. El otro ganador, el joven Joaquín Pérez Azaustre, prosista y poético, cordobés con pinta de joven galán, novísimo sin tener que pasar por gimnasios, atlético sin chándal, vestido como para moverse sin dificultad entre algunos elegantes invitados a esa comida de poetas elegantes. La bohemia es el recuerdo de un pasado efímero. Ahora los poetas se mueven bien entre el elegante duque de Lugo, Marisa de Borbón y otras chicas del montón. No todo eran modelos de Serrano y alrededores; también estaba Luis Antonio de Villena, que cambió hace tiempo el dandismo por las camisetas. Y, repitiendo modelo, también sonreía entre poetas Fernando Sánchez Dragó. Con sus prendas orientales, con su uniforme de hippy oriental que lo mismo le sirve para una presentación de Pío Moa que para un premio de poetas estetas. Dragó, que se nos confesó orteguiano, dijo que ya no se podían leer novelas a partir de los 40 años. Él sabrá. Yo, después de haber disfrutado con los diablos y los santos de Guelbenzu, me sumerjo en la tercera entrega de la saga en prosa de Ramiro Pinilla. Recomendable para los que no hagan caso a Dragó. Ni siquiera a Ortega. Con perdón.

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