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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El ruido del universo

1Desde una revista de La Mancha, de cuyo nombre no logro ahora acordarme, me preguntan si creo saber a qué renunció el Rey para reinar. Reflexiono sobre el asunto y acabo contestando esto: en Juan Carlos se da una vertiente de monarca árabe (a lo rey de Marruecos o de Jordania, para entendernos; guste o no, es heredero de Franco) y una vertiente de presidente de República europea en sintonía con la democracia norteamericana. De haber sido un ciudadano de a pie, no se habría visto obligado a mantener ninguna de esas dos vertientes y quién sabe si no habría podido iniciar una introspección para averiguar cuál era realmente su verdadera personalidad. Ahora bien, ¿llegó siquiera a plantearse alguna vez Juan Carlos esa introversión? Yo diría que no. Por su carácter bromista y tan abierto, lo más lógico es pensar que ni se le ocurrió; lo cual, bien mirado, ha sido una suerte para él, no sabe lo que se ha ahorrado.

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Parezco aquel cuentista que descubrió a una chica en un café de París: "Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte". Cada día voy a la cercana plaza de Lesseps y la hago un poco más mía mientras me dedico a observar la construcción de la línea 9 del metro y tomo rudas notas acerca de la marcha de las obras. Si creo ver que se retrasan, lo registro y lo anoto y sufro.

Cuando me canso de las notas y de rumiar sobre los retrasos y de creerme (a veces) que soy Lesseps, me dedico a pensar en la vida, dejándome dominar por una especie de modorra física que no tiene el menor interés salvo cuando con el susurro del viento recuerdo voces, y viene entonces Fernando Pessoa a mi memoria: "Paso horas, a veces, en Terreiro do Paço, a la orilla del río, meditando en vano".

Divago, pienso, recuerdo, a la orilla misma de estas obras de Lesseps, que a veces imagino que son las de Suez. Y hasta me queda tiempo en ocasiones para pensar en el tiempo. Hoy, por ejemplo, ya en el camino de regreso a casa, he recordado la carta que Einstein, el maestro del tiempo, mandó en 1927 a un grupo de científicos que se habían congregado en el condado de Lincoln para homenajear a Newton: "Os habéis reunido en Grantham para tender la mano al genio trascendental cabalgando sobre el abismo del tiempo". Bello, excelente texto. Pero la carta, a causa de los retrasos del correo ordinario, llegó cuando el acontecimiento ya hacía días que había concluido. Ni siquiera el maestro del tiempo pudo librarse de los retrasos de las obras humanas.

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Extraordinariamente eufórico ante el deslumbrante juego del Barça, me pregunto de pronto si es posible imaginarse al último futbolista de la tierra, si es posible imaginar a ese último futbolista (podría llamarse, por ejemplo, Florentino), ese jugador con el que desaparecería para siempre el célebre esparcimiento del balompié, pasión mundial. ¿Qué pasaría? Se lo preguntaron una vez a un viejo amigo y recuerdo que dijo: "Pues que llegaría un gran silencio. ¿No es esto es lo que se dice cortésmente cuando desaparece algún gran escritor? Suele decirse que ha callado una voz, se ha disipado un pensamiento".

¿No pasaría nada más? Quedaría un ruido, pensé. Sería el ruido de los goles no vistos y que no se aplaudirán ya nunca. Sería como el ruido que seguirá al fin de la historia de la literatura, el ruido de lo que no se ha dicho y ya no se dirá nunca. Después de todo, la esencia misma de lo futbolístico, al igual que la de lo literario, es la pura y simple desaparición. Pero el ruido, por lo que sea, ya no se irá, está ya ahí; más allá de cualquier desaparición, está ahí para quedarse. Es el ruido del universo, el lado oculto de toda euforia.

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Para sentir que este dietario a veces no es voluble, sino -en homenaje a un título de Félix de Azúa- el diario de un hombre humillado, me basta con acercarme a El año que tampoco hicimos la revolución, el libro que el Colectivo Todoazen acaba de publicar esta misma semana en Caballo de Troya, un sello de Random House Mondadori. "Esta novela ya estaba escrita, nos hemos limitado a editarla. La novela estaba ahí: en las páginas de la prensa diaria, en las secciones de economía y trabajo, semioculta muchas veces entre las cotizaciones de Bolsa o los datos del mundo financiero", explican en el prólogo, donde también nos dicen que El año que tampoco hicimos la revolución puede leerse como una novela de misterio, pues plantea el enigma de cómo una sociedad soporta sin apenas revueltas el escándalo social de las cifras.

La lectura del libro y su análisis del ruido del universo político y financiero te deja abrumado, más humillado que cuando comenzaste a leerlo. De vez en cuando alguna nota de humor involuntaria, como cuando hablan de los gastos de protocolo y dietas de Artur Mas durante el último año como conseller en cap del Gobierno de la Generalitat. Los gastos de esa época en la que competía con Maragall para la presidencia de la Generalitat superaron con creces lo presupuestado. Lo denunció el republicano Huguet, que subrayó como dato relevante el capítulo de imagen: Artur Mas se gastó 74.155 euros en fotografías. Esta novela del Colectivo Todoazen sobrecoge, tiene capítulos -el dedicado al Carmel, por ejemplo- pura y simplemente espeluznantes; son noticias que leemos distraídamente todos los días y que tienen algo de la carta robada de Poe; están ahí encima de nuestra mesa y, por estar tan a la vista, muchas veces pasan inadvertidas. Pero todas esas noticias juntas constituyen un relato de terror capitalista puro y duro.

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