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Columna
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El billete

El tren de Granada a Madrid se parece mucho a la fatalidad, es una reflexión metálica y gris sobre el destino. Cuando sale, por ejemplo, a las 17.10 de la tarde, tiene prevista su llegada a las 23.16 de la noche. No descansa en ninguna posada de Despeñaperros para que los viajeros duerman y se laven, ni hace alto en ningún cortijo para cambiar de caballos, pero se detiene media hora en la estación de Linares-Baeza en espera del Talgo procedente de Almería. El tren de Granada vive en otro tiempo, pertenece a una época en la que los relojes no tenían tanta prisa y los individuos no debían descomponerse como muñecas rusas en horas, minutos, segundos y fracciones de segundo. Los paisajes no pasan como sombras de la nada, conservan un poco de tierra y casi pueden tocarse con la mano. Aceptada la fatalidad, uno entra, ocupa su asiento en el vagón deshabitado y convierte la paciencia en virtud, en ejercicio espiritual, en acto de conciencia sobre la vida que llevamos. ¿Qué hago yo con mil asuntos sin calma, mil citas, conversaciones a medias, tenemos que vernos, otro día nos llamamos, y de aquí para allá, como si hubiese que resolverlo todo bajo una disciplina temporal infatigable? El tiempo es a veces un túnel sin final, impide mirar por las ventanillas y nos va deshojando de vida, de trato con la gente, de costumbres. Por eso el tren de Granada se convierte en una lección. Constituye un ámbito en el que uno puede quedar consigo mismo y acudir a la cita, sin haberse dejado la mitad del alma en otra ocupación. No se puede luchar contra los imposibles, así que es mejor adaptarse con buen genio a unas ideas menos modernas y crueles del tiempo. Basta con recordar el placer ocioso de disfrutar de una tarde entera y un buen pico de la noche, casi a solas, a medias con los recuerdos y con los libros elegidos.

Sucesivos gobiernos y sucesivas oposiciones llevan años discutiendo sobre la arqueología ferroviaria de Granada. Denuncias, descalificaciones, promesas, cambios, polvo, humo, nada. No es que todos sean iguales, eso no; es que todos tienen tanto que hacer que no les queda tiempo a ninguno para hacer nada. Yo escribo una vez más mi artículo de siempre, pero la verdad es que protesto por puro compromiso cívico. Ya me he acostumbrado a los relojes prehistóricos de nuestro tren, y las autoridades me darán un mal rato muy íntimo cuando por fin traigan el AVE a la ciudad. Disponiendo de tiempo, arreglando la agenda como para irse de crucero por el Mediterráneo, pocas cosas producen más placer que encerrarse en la lentitud del tren. Los paisajes y los libros consiguen por las buenas darnos esa lección que con frecuencia imponen las desgracias: nos hacen comprender las cosas importantes de la vida, lo que merece amor, la medida más legítima del tiempo. Observo la bruma del otoño tardío sobre los campos, vivo la ilusión y la muerte en el argumento de un libro, y reconozco la lealtad decisiva de lo que permanece, de lo que siempre está ahí, bajo la prisa de las agendas atormentadas y la espuma rabiosa de los teléfonos móviles. Los mejores libros de mi casa suelen tener un billete de tren en su pecho. Más que unir ciudades distantes, los billetes del tren de Granada sirven de separador, pertenecen a la filosofía del punto y aparte.

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