Una historia vulgar
Joan y Lluïsa llevan 35 años casados, ambos son listos, trabajan entre 8 y 10 horas diarias, ganan un sueldo correcto desde hace años. Él es un apreciable aparejador; ella, secretaria de dirección en una gran empresa. Tienen la misma edad, 59 años, y tres hijos varones de 29, 25 y 24 años, a los que han dado una carrera universitaria; uno es arquitecto, otro periodista y el tercero filólogo. Se casaron jóvenes: ambos trabajaban desde antes de cumplir los 20 años. Dicen que tuvieron suerte, que encontraron buenos trabajos y buenos jefes, aunque sus primeros sueldos dejaron mucho que desear y les costó gran esfuerzo estabilizarse, comprar su piso de 120 metros cuadrados en Barcelona, tener un coche decente y subir a los chicos. Su historia es parecida a la de otras muchas familias -catalanas, españolas, europeas- de las que no se habla porque nunca han dado ningún problema.
Han pagado impuestos limpiamente; han completado la Seguridad Social con un modesto seguro. En un golpe de suerte, pudieron comprar a buen precio un pequeño apartamento en la costa de Tarragona y han ahorrado una modesta cantidad de dinero. Toda la familia ha tenido buena salud y también los padres de ambos, gente trabajadora, los unos catalanes, los otros inmigrantes gallegos. Las abuelas les ayudaron en la crianza de los chicos porque en aquella época no había nada que se pareciera a una guardería: gracias a esa ayuda Lluïsa conservó su trabajo y, con su esfuerzo, logró el reconocimiento profesional. Joan no tenía tiempo de ayudarla en la casa: ambos trabajaban tanto que apenas se veían. Entonces no se hablaba de repartir tareas ni de compatibilizar horarios; a ellos les bastaba saber que compartían metas. Les gustaba estar al día de lo que sucedía en sus profesiones respectivas y también en su comunidad: nunca perdieron el contacto con la realidad.
Desde hace cinco años Joan y Lluïsa siguen trabajando a todo trapo pero han llevado a vivir con ellos a las dos abuelas, casi octogenarias, viudas y con problemas de salud. Una abuela no anda, la otra padece una demencia aún suave. Lluïsa ha contratado a una ecuatoriana para cuidarlas. Los chicos siguen en casa: sólo encuentran trabajos precarios, mal pagados, pese a que son chavales dotados y con ganas de trabajar. Los tres tienen novias que trabajan de sol a sol en las chapuzas que les salen al encuentro: ninguno habla de casarse. Joan y Lluïsa dejan el apartamento los fines de semana a los chicos y sus novias para que, si quieren, gocen de algo de intimidad. Tienen muy claro que sólo se casarán y podrán pedir una hipoteca para una vivienda propia cuando consigan un trabajo mínimamente estable. En eso están, algún día caerá.
Hete aquí que hace unas semanas tanto a Joan como a Lluïsa les anuncian sus respectivas empresas que les van a prejubilar. Ambos se emplean a fondo y logran sendas prórrogas de su vida activa, por el momento. Tienen buena salud, se ven capaces de seguir trabajando como si tuvieran 30 años. Responsables hasta el fin, hacen cuentas: sus hijos y sus madres dependen de ellos, de sus sueldos; la jubilación, desde luego, no daría para todo; el pequeño ahorro, ganado con horas extras, tampoco. Se obligan a ser optimistas y no pensar en su propia necesidad de descansar o en la posibilidad de ponerse enfermos.
Este es el caso de un matrimonio como hay tantísimos entre nosotros: una generación entera. Su futuro: una incógnita. Cuando Joan y Lluïsa se jubilen, después de tanto esfuerzo, sus hijos sin trabajo estable y las dos abuelas, necesitadas de cuidados, quedarán probablemente a la intemperie. La jubilación de una generación como la de Joan y Lluïsa no es un problema particular, sino colectivo: con ellos desaparecerá el tronco de estabilidad social que ha permitido que todos los demás se vayan por las ramas. Cuando los que hoy se responsabilizan, a la vez, de sus hijos y de sus padres, dejen de hacerlo lo notaremos mucho: este será otro país. Un país sin colchón social, mal rollo.
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