Rotundidad intuitiva
Siempre es de agradecer la reaparición en nuestro universo literario de Agustina Bessa Luís, autora canónica por antonomasia en Portugal y cuya escasa fortuna editorial en castellano demuestra de nuevo lo afásico del diálogo entre ambas culturas. Aunque quizá también contribuya a explicar las carencias de su bibliografía traducida el hecho de que la suya es una narrativa de una densidad inusitada en estos tiempos de ficción light.
Fue la publicación de A sibila, en 1954, lo que consagró definitivamente a su autora, con una historia que podría ser una saga familiar más si no fuese por el protagonismo que le confiere al personaje de Quina, capaz de emanar un "misterio grotesco e ingenuo" tan absorbente que llega hasta el extremo de casi anular las posibilidades de los secundarios de lujo que la acompañan. En ese sentido es, más que una novela de personaje, de personajes, no tanto por lo que cuenta de ellos como por lo que nos permite intuir. Y es que todo es así en A sibila: entrevisto, de ahí que su rotundidad no sea afirmativa sino sobrecogedoramente intuitiva.
LA SIBILA
Agustina Bessa Luís
Traducción de Isaac
Alonso Estravís
Alfaguara. Madrid, 2005
312 páginas. 19,50 euros
De hecho, la importancia de los detalles podría pasarnos desapercibida, reducidos a una materialidad en la que nos cuesta reparar desde el elevado nivel de abstracción en que nos coloca el discurso narrativo. Hasta que en las últimas páginas la autora nos convoca de forma definitiva a reparar en esa sucesión de fragmentos que es la vida con una imagen demoledora en su discreción: la de la huella que los anillos dejan, una vez retirados, en el cadáver de Quina. A eso nos invita -nos obliga: no se puede leer A sibila de otra manera- Agustina Bessa Luís, a realizar un desplazamiento constante entre lo visible y lo invisible, articulando ambos planos por medio de un proceso analítico que se alimenta por igual de lo sensible, lo imaginario y lo espiritual. Pienso que el protagonismo que las distintas interpretaciones de la novela le han venido dando al plano visionario, subrayado quizá por el título, ha sido excesivo, quizá resultado más bien de una ¿inconsciente? tendencia a reducir A sibila a una epopeya rural -como en su día escribió Carmen Martín Gaite-, de dimensión etnográfica. Pero ésa es una lectura parcial, que ignora el afán de la autora por elevarse sobre la mediocridad de lo cotidiano para, trascendiéndolo, convertirlo en intemporal.
La novela avanza gracias a un movimiento dialéctico que se desarrolla horizontalmente en el plano espacial, entre el mundo real y el sobrenatural, y, sobre todo, en la dimensión temporal, manifestada en una verticalidad que simboliza el afán de superación de la protagonista, personaje ambiguo en su complejidad, capaz de resultarnos próximo y lejano a un tiempo, de intrigarnos, seducirnos y, al tiempo, inspirarnos ese rechazo cauto que despierta lo desconocido. En Quina converge lo uno y lo diverso de la naturaleza humana, sus contradicciones nos permiten intuir lo oculto, y la soltura con que se comunica con lo sobrenatural nos perturba precisamente por su desconcertante materialidad, como sucede en la escena de la muerte de la protagonista.
Medio siglo después, si el
libro ha envejecido tan bien, si su lectura resulta plenamente actual, es porque la convicción que nos transmite la voz narrativa de que es imposible poner orden en el caos, como la historia de Quina tan bien ejemplifica sin falaces idealismos y sin pesimismos impostados. Esa elegante distancia desde la que se nos invita a contemplar la historia de La sibila resulta ser, a fin de cuentas, la única estrategia posible para adivinar esa plenitud de lo que queda por hacer que es, en definitiva, lo que garantiza nuestra continuidad como seres humanos.
Lástima que no se aprovechase esta nueva edición para revisar la traducción (publicada por vez primera en 1981), lastrada por una evidente falta de finura estilística y por errores incomprensibles; por citar sólo uno, el de los dinámicos "eis" ("ahí tenéis", "ved ahí") originales que encabezan los tres últimos párrafos, con los que la autora nos invita a contemplar, por última vez, el mundo de Quina, y que el traductor reduce al estatismo de un infeliz "es".
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