Izquierda
Un pariente mío que se educó en los eriales del franquismo solía narrar cómo en la escuela los profesores trataban de corregirle la zurdera con que había venido al mundo obligándole a escribir con la mano derecha. El motivo que aducían para tal pedagogía era que la mano izquierda es la más vil de las dos con que cuenta el ser humano, y que siempre es preferible sostener la cuchara de manera decente delante de las visitas o hacer espeleologías por el interior de la nariz sin incurrir en las suspicacias de nadie. El lado izquierdo siempre ha sido el garbanzo negro del espacio, el niño que salió tonto, el arbolito que se torció en vez de crecer frondoso y decorativo como quería el jardinero. En heráldica se llama siniestra a la zona izquierda del escudo, y en italiano sinistra corresponde también a esa mano estólida que se niega a trazar las letras con el debido equilibrio y la orientación política sin respeto por el buen hacer de los bancos ni los derechos de los propietarios de empresas. Los primeros hombres de izquierdas fueron aquellos diputados que en las asambleas inaugurales de la Revolución Francesa se sentaron en los escaños despreciados por la aristocracia, que, muy teológicamente, reunieron sus representantes y toda su sangre azul a la derecha del rey. En un estado tal vez embrionario, todo lo que luego caracterizaría a las ideas izquierdistas se hallaba ya presente en el programa de aquellos revolucionarios de casaca y tacón alto: la libertad de pensamiento, palabra, obra y omisión, la igualdad del lisiado y la diva de ópera, la solidaridad entre seres que se protegen de la lluvia con la misma piel. Un credo siniestro, sin duda, al menos para el censor y la cadena.
Hace unos días, Julio Anguita aprovechaba un acto del PCE en Sevilla para lanzar al aire una serie de recordatorios muy útiles, y también muy necesarios. El veterano dirigente comunista se lamentaba de que la izquierda se encuentra en estado comatoso, no sólo dentro del juego parlamentario internacional, sino como filosofía y proyecto de futuro. Parece que las viejas reivindicaciones que exigían un mismo rasero para medir a todos los seres humanos y la desaparición de castillos y chabolas han caído en saco roto en este nuevo mundo acogotado por la globalización de la violencia y el choque de civilizaciones. Anguita lo proclamó en Sevilla, y nosotros debemos repetirlo: no es cierto. Por mucho que señores con bigote y juntas de accionistas quieran convencernos de lo contrario, la izquierda tiene mucho que hacer todavía en nuestros días. La amenaza de un tipo de Estado que cada vez confunde más el parlamento con el templo y trata de nublar la inteligencia de la persona; la fabricación de la realidad en los platós de televisión y la sustitución del científico por el portavoz del partido de turno; el poder de un totalitarismo que devora a bocados la independencia del individuo con el pretexto de protegerlo de la bomba y el virus; la sordera endémica de unas instituciones contra las que el ciudadano se desgañita sin resultado; la opresión con que un hemisferio asfixia al otro obligándole a ejercer de orfanato y depósito de escombros: todo eso es lo verdaderamente siniestro y lo que reclama respuesta de quienes todavía creemos en la justicia. Aunque sea con carnés que otros consideren pasados de moda, como si fueran las corbatas de nuestros abuelos.
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