El sacrificio de Isaac
Isaac Rabin era un hombre muy reservado. Le resultaba verdaderamente difícil suscitar calor humano. Tenía algo de científico serio y carecía del trato fácil de los políticos. Nada de palmadas en la espalda, ni de besar bebés, ni de hacer chistes. Una vez a la semana, más o menos, media sonrisa, y jamás una carcajada.
Verdaderamente, era fácil respetarle pero muy difícil quererle, y aun así, yo le quería. Aunque no desde el primer momento.
Al principio, para mí, fue el general Rabin, comandante en jefe del Ejército israelí y héroe victorioso de la Guerra de los Seis Días en 1967. Nuestra relación comenzó con un documento y evolucionó hasta convertirse en una tensa amistad. El documento era un informe de los servicios de información que leí cuando cumplía mi servicio en la reserva del Ejército, en 1967. Hablaba de una "inmensa concentración militar egipcia junto a la frontera israelí". Alguien había tachado la palabra "inmensa" y había escrito, a mano, "considerable". Por pura curiosidad literaria, pensé que tenía que averiguar qué mano comedida había hecho el cambio. La mano era la del general Rabin, y aquello fue motivo para que me cayera simpático inmediatamente.
Unos años después, Rabin me llamó un día por teléfono, pese a que casi no nos habíamos visto hasta entonces. Quería que le aconsejara sobre la redacción de un discurso importante. Le asesoré lo mejor que pude y, de pronto, me preguntó: "¿Puedo ir a verle?". Añadió: "No le robaré más que 20 minutos de su tiempo".
En aquella época, él era el favorito para el cargo de primer ministro y yo no era más que un joven escritor, uno de tantos. Le dije que me encantaría verle y que podía acudir donde me dijera. Pero insistió en que quería venir a mi casa. Estuvo 19 minutos (comprobé el reloj) y se fue, después de pedir disculpas por haberme molestado.
Parafraseando la película Casablanca, aquello fue el comienzo de una hermosa amistad; al menos, hermosa para mí. Nunca fue una amistad fácil, desenfadada ni relajada; siempre estuvo llena de feroces discusiones y tremendos desacuerdos. No obstante, desde aquella visita a mi casa pude ver muchas veces al niño tímido que se escondía tras el orgulloso jefe militar y el poderoso estadista. Había en él una parte eternamente solitaria, insegura, incómoda y muy sensible. En ciertos aspectos, coincidía más que yo con la idea del artista joven. Y, sin embargo, tenía un lado cortante, cerebral, en ocasiones totalmente feroz, resistente como un campesino, fuerte como un hacha y terco como una mula.
Cuando nos conocimos, Rabin era un halcón político y militar bastante convencional. Sus ideas políticas en los años setenta podían resumirse en un lema muy sencillo: "Los árabes sólo entienden un lenguaje". (Sabía, por supuesto, que la política exige el uso de tácticas y que el lenguaje blando puede ser más eficaz que el lenguaje de la violencia, pero en su visión del conflicto árabe-israelí no había nada de blando).
Rabin cambió gradualmente ante mis propios ojos. No por influencia mía, desde luego, sino mediante un sutil proceso emocional e intelectual que, en pocas palabras, podría denominarse "si yo fuera palestino". Se propuso aprender a imaginar los motivos de queja de los enemigos. Nunca se convirtió a la postura propalestina, pero, poco a poco, se dio cuenta de que los palestinos tenían algunas razones válidas e incluso poderosas para enfrentarse a Israel.
Todas estas cosas no tienen nada de especial. Muchos israelíes experimentaron esos cambios de actitud durante los años ochenta. Pero, en el caso de Rabin, la transformación se materializó en un asombroso cambio de estrategia. Rabin y Peres acabaron con décadas de negativa israelí a negociar con la OLP, en un giro espectacular que permitió los Acuerdos de Oslo entre Israel y la OLP. Dichos acuerdos sentaron las bases para cualquier acuerdo de paz futuro entre israelíes y palestinos.
La última vez que vi a Rabin, le sermoneé estúpidamente sobre la necesidad de hacer más concesiones a la OLP para reactivar el proceso de paz. Le dije: "Isaac, sé que hacer más concesiones supone inmensas dificultades con los tuyos". Mostró una media sonrisa y replicó en tono triste: "No inmensas dificultades, Amos, sólo considerables". Aproximadamente, dos semanas después murió por los disparos de un fanático judío en una concentración por la paz celebrada en la plaza central de Tel Aviv.
Los fanáticos nunca son comedidos con sus argumentos. Sus opiniones nunca son "considerables". Sus actos son siempre "inmensos".
Amos Oz es escritor israelí. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Amos Oz.
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