La revolución de los afectos
Casi toda una generación de mujeres subordinó su realización personal y profesional al cuidado de los padres ancianos. La convivencia es frecuentemente conflictiva
El modelo familiar español en su relación con los mayores, más de siete millones, uno de cada cuatro viviendo solo, sufrió un vuelco conforme España evoluciona hacia el formato de la Europa más desarrollada: familias más pequeñas, más inestables, con divorcios y formación de nuevas parejas, tardías emancipaciones, movilidad geográfica, y más mujeres trabajadoras: el 45% del total. No tienen demasiado tiempo, ni les sobra afectividad, para ocuparse a fondo de padres mayores que demandan mucha atención y que al no recibirla como la quisieran manifiestan contrariedad, y también un angustioso temor a la soledad, a las enfermedades y a la indefensión. Cientos de miles de hijas, y una minoría de hijos porque no hay equidad en la distribución de la carga, afrontan la responsabilidad de un cuidado a veces tan intenso que causa en las cuidadoras estados depresivos, y también animosidad hacia el padre o madre a su cargo. "Yo, antes de que mi hija tenga que pasar lo que estoy pasando yo, me quito de en medio", confesó una mujer en un sondeo de IOE/IMSERSO. Los cambios sociológicos y la inversión de los valores de la transición en curso desencadenan choques emocionales y operativos interfamiliares ya cuantificables: un 60% de los ancianos consume fármacos contra la depresión, la enfermedad del siglo XXI, según datos manejados por la Clínica Universitaria de Navarra. Los procesos degenerativos asociados al envejecimiento influyen en la patología, pero más la confusión y las frustraciones personales derivadas del nuevo perfil de las relaciones.
El sentido de responsabilidad hacia la familia es en ocasiones más fuerte que el cariño
Una agobiada generación cuida de sus mayores y debe ocuparse también de sus hijos
La incorporación de la mujer al trabajo modificó sustancialmente la relación con el mayor
La atención a los ancianos puede llegar a hacerse insoportable cuando exige cuidados de larga duración
España cuenta con 7.276.720 personas mayores de 65 años
Mujeres con salarios de 700 euros pagan 500 a la cuidadora de sus padres
Las residencias cuestan entre 1.200 y 3.000 euros mensuales
El número de octogenarios creció un 53% entre 1991 y 2003
El 36% de los cuidadores profesionales sufrió estados depresivos
No deja de ser revelador que algunas residencias incluyan perritos para que interactúen afectivamente con los ancianos, o que voluntarios consultados para este trabajo comprueben que personas mayores a las que visitan semanalmente cierran apresuradamente la puerta tras recibirles para que los vecinos no vean que un extraño, no sus hijos, les escucha y proporciona cariño. "Hay mayores que echan pestes de sus hijos, otros que los entienden y otros que no tienen a nadie y están absolutamente solos", dice Beltrán Uriarte, voluntario de la ONG Solidarios, que atiende a 700 ancianos. "Te llaman llorando. A veces se trata de descolgar el teléfono y escucharles". En torno al 60% declara en las encuestas sentirse bastante satisfecho con su vida, pero no es oro todo lo que reluce: poco más del 40% admite sentirse siempre feliz o contento, según encuestas del Observatorio de Personas Mayores.
El ajetreo de los nuevos tiempos y también una suerte de desamor, cuyo exponente más claro sería la íntima convicción de muchos hijos maduros de que en el fondo están poco dispuestos a sacrificar algo sustancial de su ocio y de su trabajo, de su vida, para atender a sus padres ancianos, afecta a una buena parte de dos generaciones. "La consecuencia inmediata es la insatisfacción que nos produce a muchos hacer las cosas por obligación no porque les queremos muchísimo", reconoce José Antonio Rodríguez, de 56 años, abogado, observador del fenómeno. "Hemos cuidado de nuestros hijos a la vez que trabajábamos. Y ahora que podemos respirar un poco y ocuparnos más de nosotros mismos, muchos los vemos como una carga porque, falla la afectividad", agrega Rodríguez. "Los cuidamos por un gran sentido de la responsabilidad hacia la familia. Y me atrevería a decir que el 80% de las hijas cuidadoras tienen conflictos con la madre o el padre ancianos". Numerosos españoles de la posguerra, que trabajaron sin descanso para sacar adelante a familias frecuentemente numerosas, pero que no crearon con sus hijos lazos afectivos sólidos por el desconocimiento de su importancia, porque les daba vergüenza abordar el mundo de los sentimientos, o por los imponderables de aquel periodo de penurias, se consideran abandonados. Reclaman más cariño que cuidados físicos. "Más me hubiera valido criar cerdos que al menos dan jamones", fue la amarga reflexión de una madre de 70 años. Los españoles de la tercera edad más apenados apenas entienden que padecen las lógicas consecuencias de la transición desde la familia amplia, corporativa en el cuidado, y más rural de los años cincuenta y sesenta, con redes asistenciales de parientes, amigos u organizaciones religiosas, hacia otra más urbana y profesionalizada, con el individuo como núcleo, y prioridades y ritmos diferentes.
Sus hijos y nietos viven en esta última y abordan las relaciones interfamiliares de otra manera. Muchos no entienden los requerimientos de sus mayores y llegan a aborrecerlos, o pagan tiempo a terceros para que les atiendan. Otros simplemente les abandonan. Las sobrecargas llevan a convivencias tormentosas e insatisfacciones de unos y otros. Las visitas a los mayores en residencias, 266.000 personas, son frecuentes, pero no pocos internos no las reciben en meses. Las causas de estos hechos se interrelacionan y algunas tienen que ver con una transformación esencial de la estructura familiar que va dejando de ser la célula básica de la sociedad en beneficio del individuo.
Mayte Sancho, vicepresidenta de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, admite que las carencias afectivas entre las familias dependen de las relaciones de toda una vida, pero precisa que los españoles quieren a sus mayores. "Y aunque hay de todo, la propia potencia de la familia española, que se hace cargo de todo, más que en el resto de Europa, tiene un coste altísimo", señala Sancho. ¿Cuál es el coste? "Pues que como no hay servicios suficientes, las familias tienen que cubrir servicios que no pueden afrontar. Es demasiada carga y pasan cosas. Tenemos que proveer de recursos a las familias".
España cuenta con el menor número de personas mayores que viven solas de la Europa de los Quince, según una encuesta de Eurostat, la oficina comunitaria de estadísticas, entre los países miembros. El dato es claro: las familias de espacio compartido por dos o tres generaciones, las redes familiares, los amigos o los voluntarios, los denominados apoyos informales, tienen mayor incidencia en España. Ese factor incide en muchos aspectos.
El Gobierno, a través del ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, y los agentes sociales ultiman una ley para formalizar el apoyo a la dependencia y dar un respiro a las familias.
El fenómeno del cuidado implica especialmente al vértice de los 7.276.620 españoles mayores de 65 años, con mayoría de viudas: el 17% de los 42.717.064 habitantes censados oficialmente en España en el año 2003. Más del 30% del total sufre algún tipo de discapacidad. Los octogenarios, 1.756.844, los más afectados, son es segmento que más aumentó en el último decenio: un 53%, frente al 9,9% de crecimiento en el total de la población española, según el Imserso.
La mayoría de los mayores vive en familia y parece pertinente preguntarse cómo lo hacen: ¿queridos, ignorados o soportados? El cálculo estadístico del sentimiento no es fácil, pero en decenas de conversaciones privadas con mujeres cuidadoras, el hartazgo es manifiesto. "No soporto más a mi madre", "No puedo más". Pero la recomendación "papá (o mamá) vas a estar de maravilla en una residencia", es frecuentemente recibida como un edicto de expulsión y desamor. La reacción de puertas afuera suele ser, sin embargo, comprensiva: "Mis pobres hijos trabajan tanto que no tienen tiempo para nada...".
¿Los hijos cuidan a sus padres por obligación o por devoción? ¿Cuáles son las razones últimas de fricciones o choques que pocos admiten abiertamente porque sería admitir el propio fracaso en la construcción de los afectos? Sin llegar al extremo de Salvador Dalí (1904-1989), que envió a su padre una carta manchada de semen con la frase: "Ahora ya no te debo nada", la lógica de los factores explica muchos de los visibles desencuentros intergeneracionales. "Ha habido en España un cambio significativo de los valores, que es un cambio psicológico. En la cúspide de los valores está ahora mismo el trabajo y la realización personal, a través del trabajo fundamentalmente. Todo lo demás es complementario. A ver cómo adapto esto (el cuidado de los mayores generalmente) a mi trabajo, a ver cómo adapto esto a mi carrera", señala el psicólogo Florentino Moreno, vicedecano de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid.
Pocos se consideran "malos hijos", y tampoco está claro que las nuevas generaciones vayan a ser más amorosas con sus padres pese a que éstos dedican más tiempo a intentar comunicarse afectivamente con ellos. "Los chavales de ahora, la gente de 20 y 30 años, también estructuran todo en cuanto a la realización personal y tener hijos es una opción, no una necesidad. Si puedo tendré hijos... Te mueves básicamente por valores. Lo que ocurre es que disfrazas el comportamiento, lo acomodas a razonamientos lógicos". La propuesta de una madre octogenaria, progresivamente debilitada, también tenía su lógica, pero dejó perpleja y pensativa a su hija, de 52 años: "Hija mía, te pago lo mismo que ganas en tu trabajo, si me cuidas tú en lugar de la señora que queréis contratar los hermanos. No quiero que una extraña me limpie".
Aceptar la oferta supondría romper el vínculo con el mundo a través del trabajo y acarrearía un cierto aislamiento social y probablemente el avinagramiento del carácter, cuyos efectos pagaría el marido. Muchísimas mujeres de estratos sociales humildes, que ganan 600 o 700 euros al mes, prefieren pagar 500 a una chica o a una señora latinoamericana, porque hablan español y son cercanas culturalmente, para no romper ese vínculo con el exterior. Cada familia es un mundo y la constelación de complejidades humanas determina la adoración, la conflictividad o la neutralidad en las relaciones interfamiliares. Las transformaciones económicas y sociales registradas en España desde la generación de los años cuarenta a sesenta, sin embargo, han sido muy importantes y explican cómo se siente la agente que tiene personas dependientes a su cargo y cómo se sienten las personas dependientes.
La emergencia de un mercado del cuidado, y la mayor disponibilidad económica para acudir a la contratación de servicios, entre ellas residencias de entre 1.200 y 3.000 euros mensuales, son dos elementos importantes. El factor fundamental del cambio, sin embargo, ha sido la incorporación de la mujer al mundo del trabajo y la modificación de su papel en la familia. En el año 1970, el porcentaje de mujeres trabajadoras era del 23% contra el 45% del pasado año. De hecho, casi toda una generación de mujeres españolas, cuya edad media ronda los 53 años, cónyuges o hijas solteras, sacrificó buena parte de su realización personal y profesional para cuidar de sus mayores, según constata María Ángeles Durán, profesora de investigación del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que ha publicado más de un centenar de libros y ensayos.
"¿Cómo ocuparemos en el futuro su lugar en la prestación de servicios? ¿Con más impuestos?", se pregunta la catedrática de Sociología. Los poderes públicos tienen la palabra. Sólo la sustitución del tiempo empleado por la mujer cuidadora por trabajo remunerado obligaría a la creación en España de 600.000 nuevos puestos de trabajo, según Durán.
Los varones, a tenor de estudios publicados por la Fundación Europa para las Condiciones de Vida y de Trabajo, marcan más el límite de lo que están dispuestos a soportar, aceptan menos la responsabilidad del cuidado y les cuesta menos decidir el ingreso en una residencia de ancianos. Los hijos no sufren tanto el elevado coste psicológico encajado por las hijas durante procesos asistenciales de larga duración. María Ángeles Durán reconoce haber llorado con su equipo al escuchar los testimonios de algunos cuidadores. "Es muy duro", señala. "Tenemos encuestas en las que el 36% de los cuidadores profesionales entraron en depresión".
L. R., de 45 años, es ayudante sanitario de un hospital madrileño y ha visto muchas mezquindades durante 20 años: "Hijos que sólo vienen a fin de mes a ver qué queda de la pensión de su madre; dos hijas que aparcan a su madre en el hospital y se van de vacaciones sin dejar un teléfono de contacto, hermanos que visitan a su padre a diferentes horas para ver qué pasa con el testamento. Igual que las familias que ingresan a los ancianos todos los fines de semana a través de urgencias alegando dolencias que no existen. Pero hasta que son analizadas ganan tiempo y el fin de semana". "Es para echarse a llorar. Quieren que sus padres se mueran de una vez. Y eso no sale en las encuestas", afirma L. R. Giulia, la mala hija del libro del mismo nombre de la escritora italiana Carla Cerati, también ansió la muerte de su madre: "Tú tienes 80 años y podrás vivir otros 15 más, y tu vida será la misma. Para mí es distinto: éstos son los 15 años de vida activa en los que puedo realizar los proyectos postergados durante tanto tiempo. Después yo también me haré vieja". Las motivaciones del comportamiento son diversas, pero hace falta querer muchísimo, haber forjado lazos afectivos intensos o asumir una obligación moral heroica, para sobrellevar el trance real de Charo, de 55 años, profesora de universidad, que vive sola con su madre de 89 años, aquejada por patologías múltiples, como buena parte de los 1.756.844 octogenarios españoles. Gasta más de la mitad de lo que gana para que dos personas la atiendan los días laborables y tres noches.
No puede más. Su madre la llama constantemente y todo lo quiere todo al instante. Ya. En una semana debió llevarla tres veces a urgencias, de madrugada. "Se empeña en que le aprieta la cintura pero los médicos no le han encontrada nada ninguna de las tres veces". La hija se prometió no ceder de nuevo "Por favor, Charo de mi alma, no me hagas esto, no te portes así conmigo, que me voy a morir". La queja y la somatización de la angustia. Piden constantemente atención: "Ay qué mal me encuentro, no sé cuanto duraré, no me hacéis ni caso...". El calvario de Charo, que apenas duerme, hace cuatro años que no toma vacaciones, padece artrosis y debe mover los 80 kilos de peso muerto de su madre, es bastante extremo, pero no se encuentra sola: muchísimas españolas lo comparten. "Mi hermano viene de visita alguna vez pero no me sirve de ninguna ayuda. Cree que eso es obligación mía". La crueldad puede ser terrible. Una noche que se fue a la cama a las tres de la madrugada, su madre volvió a llamarla. "Se ha ido a descansar, que está muy agotada", le dijo la asistenta peruana. "Pues despiértala que para eso es mi hija". Charo decidió vender el piso, comerse los ahorros y buscar una residencia. "Iré a verla todos los días, estaré unas horas con ellas y la cogeré de la manita. No sé si lo comprenderá o no...". Probablemente, no. Pero las nuevas generaciones probablemente sí. Es el rumbo de la sociedad española: "Ahora chocan el vínculo y las condiciones reales del entorno respecto al cuidado. ¿Qué hacer?, ¿renunciar el trabajo?", se pregunta el psicólogo Florentino Moreno. "Yo veo que todo se está resolviendo por la vida de la profesionalización. Mis padres van a estar mejor atendidos por profesionales. Yo no puedo. Eso dice toda la gente".
No pueden, pero ¿quieren?
Mañana, capítulo 2: Al rescate familiar
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.