Los crímenes de la calle de Mandri
De pie, apoyado sobre el mostrador del muy exacto relojero Bordàs, Cervelló repite:
-Anecoicas.
Han pasado 60 años y el joven Cervelló bordea los 80. Pero no ha olvidado lo sustancial de aquella medianoche de 1945. Al entrar en las grutas de Altimira le extrañó el golpeteo apagado del chuzo. También que sus voces no se oyeran a pocos centímetros de distancia. Por toda explicación el vigilante le dijo que los paramentos de las paredes eliminaban los ecos.
-A-ne-coi-ca. Es decir, una cámara que absorbe el ruido que se produce en el interior.
Las intenciones que tuvo el caballero Altimira son ya inescrutables. Se sabe, sin embargo, que los juegos con el sonido formaron parte de sus planes románticos.El laberíntico y anecoico camino de las grutas recalaba escenográficamente en la llamada sala de los ecos. Lo cuenta Felipe Mor, asociado 25.064. Tengo su escrito Las grutas de la calle Mandri. No dispongo de la fecha. Ni del nombre del boletín donde apareció su escrito. Cabe suponer que era un boletín de barrio y que el texto apareció finalizando los años ochenta. Es una notable fortuna que lo haya escrito. Porque Cervelló, aunque sigue sobre el mostrador del relojero, pensativo, esforzándose, no recuerda ninguna otra característica del camino. Mor entró en las cuevas muchos años después que Cervelló. Más de 40 años después. Una monja de Agramunt lo guiaba. Mor describe paredes: "Son visibles algunos hierros y mallas de alambre utilizados como parte del soporte de atrevidos paramentos simuladores de gigantescas formaciones calcáreas". Y la luz: "Originalmente la única iluminación disponible en los angostos pasadizos y enganchadas cavidades procedía de una serie de tragaluces situados estratégicamente". Describe pasadizos cegados: "El túnel es espacioso y tiene un trazado de curva suave, pero su longitud no debe de ir más allá de los 25 metros: finaliza bruscamente al haber sido tapiado ¿Qué finalidad pudo tener y hasta dónde se pretendió que llegase al construirlo?".
Diez números más allá de la casa de Altimira, en el 45 del paseo de la Bonanova, esquina con Vilana, había funcionado una checa
Cervelló, que acaba de comprobar el perfecto funcionamiento de la pila ("suiza", le ha repetido dos veces el exacto relojero Bordàs), dice de repente:
-Lo que recuerdo muy bien es lo que me explicó el vigilante, que se llamaba Joan, cuando aún estábamos dentro de la cueva. Me dijo que allí dentro, en las grutas, habían matado a gente durante la guerra.
Así fue como Cervelló disolvió el polvo de oro de Altimira, sus Dianas y sus Mercurios, sus cascadas románticas, sus eróticas vaselinas de solterón. Ya no eran secretos placeres los que se estrellaban blandamente contra las paredes, y contra la pared del tiempo, que es la más alta y sorda. Y con la disolución de la luz se acababan también las ociosas fantasías de los crímenes de Mandri y las maniobras del somatén (también mediático) dispuesto a restablecer la ley y el orden. Me levanté de donde el relojero, deseando suerte a toda la trastienda. En los días siguientes llamé varias veces a Cervelló, por si podía añadir más detalles de los crímenes veraces. Pero sólo confirmó los que ya había dado. Vi libros y papeles. Entre ellos Las checas de Barcelona, de César Alcalá. Diez números más allá de la casa de Altimira, en el 45 del paseo de la Bonanova, esquina con Vilana, había funcionado una checa muy activa. Pero Alcalá no sabía nada más.
Llamé al convento. Al comienzo de la guerra acogía un centro de novicias. Todas pudieron huir. Algunas hacia Roma y otras se escondieron en casas de particulares de Barcelona. El convento fue ocupado; al parecer, por miembros de las Juventudes Republicanas. Le pedí a la madre superiora si podía echar un vistazo a los archivos y muy amablemente destinó para tal cometido a la hermana Dolors. Al fin hablamos una tarde, muy lluviosa y con el cielo a grandes voces. Había encontrado unos papeles de recién acabada la guerra. Una especie de declaración jurada de las novicias. Todas ellas aseguraban que habían podido huir, sin sufrir ningún daño. Aunque el convento, decían, había sido saqueado y los destrozos eran muy grandes en la capilla. La hermana Dolors no vivió todo eso, porque su llegada al convento se había producido en 1957. Recuerda que tenía 20 años, que era feliz, y que era divertido y emocionante adentrarse por las grutas trazadas por el caballero Altimira. También habían sufrido destrozos durante la ocupación y la guerra. El camino subterráneo solían hacerlo en la compañía de monjas más veteranas. La hermana recuerda que una vez, ante el túnel tapiado, preguntó por qué lo habían cegado y si era cierto que la excavación llegaba hasta las inmediaciones del Tibidabo. Le contestaron vagamente: "En tiempos de la guerra...", al modo que en España empiezan y terminan todas las conversaciones.
Y es así cómo los crímenes de la calle de Mandri han venido a dar a unas grutas, a un tiempo saqueado y al recuerdo de unos asesinatos. A un túnel tapiado y a la seria pregunta de qué hay detrás.
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