De Alicante a los Apalaches, bajo el estigma de Cain
Se me escapó Shake, la loca versión de Noche de Reyes que Dan Jemmett presentó en la Abadía hace tres festivales de Otoño, pero después de ver Dog Face (mismo certamen, misma sala) no pienso perderme nada de este joven director inglés afincado en Francia (y yerno de Brook, por cierto: está casado con su hija Irina). A mediados de los noventa se dio a conocer en Londres con su grupo Primitive Science montando textos de Kafka y Borges; presentó un Ubu en el Young Vic y dirigió La flauta mágica en la Ópera de Rotterdam antes de llevarse el Premio Revelación de la crítica parisiense por Shake (2002). Estrenó luego Dog Face (2003) en el Théâtre de la Ville, con un elenco francés, y la ha remontado con actores americanos de Quantum Theatre, el fenomenal grupo de Pittsburgh fundado por Karla Boos. Dog Face es su trepidante relectura de The Changeling (1622), el clasicazo de Middleton & Rowley, aunque aquí habría que decir de Middleton a secas, porque Jemmett se ha ventilado la subtrama, como se dice ahora, de Antonio e Isabella, atribuida a Rowley. Si la memoria no me falla, esa parte se convirtió en el eje de Los lunáticos, que en versión de Méndez Herrera se estrenó en el Marquina en 1973, dirigida y protagonizada por Fernán-Gómez, con Charo López, Emma Cohen y Juan Diego al frente de un largo reparto. Thomas Middleton, el autor más olvidado de la pandilla jacobina (Webster, Kyd, Tourneur y compañía) era un puritano fascinado por la suculencia del mal. Y con una bestia negra: España, que veía como un caldero bullente de lujuria, celos, violencia y honras ensangrentadas. Después de The Changeling, que sucede en Alicante, Middleton escribió A Game of Chess, un drama político tan furiosamente antiespañol que nuestro embajador de entonces se puso como una hidra: la obra fue retirada de cartel y Middleton fue a parar a la cárcel.
The Changeling es una de las piezas más redondas y poderosas del teatro inglés de la época; una sorprendente mezcla de farsa, melodrama y tragedia salvaje, con un lenguaje relativamente sencillo (a diferencia del de sus colegas) y una trama que hace pensar en un James Cain avant-la-lettre: rubia fatal seduce a infeliz para que elimine un obstáculo, sólo que el infeliz es todo lo contrario, y el galán de la historia resulta ser un celoso psicópata. La rubia, Beatrice Joanna, es la hija del gobernador de Alicante. Se ha enamorado del joven Alsemero en la iglesia, pero su padre planea casarla con el noble Alonzo de Piracquo. De Flores, criado de la familia, tiene cara de perro y quiere ser su perro: hará cualquier cosa por ella. Cargarse a Alonzo, por ejemplo. Beatrice, que siente hacia De Flores una mezcla de horror y fascinación, le ofrece oro, pero el perro quiere sexo. Todo se complica cuando el galán Alsemero quiere comprobar la virginidad de su dama. La dama, atrapada en un fuego cruzado, ofrece a su sirvienta Diaphanta que la sustituya (he ahí el intercambio central del título) en el lecho nupcial, pero también habrá que eliminarla. La espiral sólo se detendrá con la muerte de los amantes malditos.
Dan Jemmett ya había convertido L'occasione fa il ladro, de Rossini (Opera des Champs-Élysées), en un western, a caballo, nunca mejor dicho, de John Ford y Jim West. En esta ocasión, y para colocarse bajo el más puro estigma de Cain, sitúa la acción de The Changeling en un campamento de roulottes perdido en los Apalaches y presidido por una vieja gramola Wurlitzer que desgrana oscuras baladas country. Hay un pequeño telón rojo y una tísica hilera de bombillas, porque los protagonistas, a cargo de un quinteto superlativo, se han convertido en una troupe de artistas ambulantes. La velada arranca con Folsom Prison Blues, en la que Johnny Cash cantaba aquello de "I shot a man in Reno / just to watch him die". Es la perfecta tarjeta de presentación para el literalmente retorcidísimo De Flores, el villano de la función, interpretado por el canadiense John Fitzgerald Jay como un cruce entre Anthony Quinn en La Strada... y en El jorobado de Nôtre Dame. También le viene al pelo Your Cheating Heart, de Hank Williams (en versión de Patsy Cline), a la zorrísima Beatrice, encarnada por la extraordinaria Lissa Brennan, que parece salir de los pantanos de Russ Meyer con los pies descalzos manchados de barro lujurioso y la cilindrada actoral de una Harley-Davidson. Brian Barefoot (Alsemero) es otra máquina imparable con un engrasadísimo cambio de marchas, que le permite pasar de dulce enamorado a celoso extremo, casi extremeño, sin que tiemble su carrocería. Sheila McKenna interpreta a Vermandero, padre y gobernador, aquí reconvertido en un loyal de circo paupérrimo, con mostacho sureño y tripón relleno de bourbon: un Victor Buono alelado que olfatea la tragedia cantando un yodel premonitorio ("The buzzing in my head is either alcohol or dread"), compuesto por la propia actriz. Laurie Klatscher, poseída por el espíritu circense del espectáculo, ejecuta un triple salto mortal: con un (nada) simple giro del cuerpo y un cambio de sombrero encarna al clown y al augusto de la banda (el ridículo Alonzo y su vengativo hermano Tomazo) y luego, bonus track, a la virginal criada Diaphanta.
Dog Face -95 minutos intensísimos, sin un bajón- es toda una lección de cómo vivificar un clásico sin banalizarlo, en la gran línea británica inaugurada por Cheek By Jowl. El texto llega con absoluta claridad, diáfano y vigoroso, y todos sus elementos están en su sitio: el humor feroz, la poesía, el progresivo abismo de pasión y locura. Con Measure for Measure, de Complicité (y a la espera de The Winter's Tale, que todavía no he visto), Dog Face ha sido el gran regalo extranjero del Festival de Otoño. Me autoerijo en portavoz del Club de Fans de Dan Jemmett para pedir otro Middleton para el año próximo: Women Beware Women ("Femmes gare aux femmes"), estrenado en Vidy-Lausanne.
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