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Reportaje:

París, lo nuevo y lo viejo

Los restaurantes de la capital francesa se alejan de los postulados que sus teóricos argumentan y preconizan

El insigne cocinero Alain Ducasse, tantas veces galardonado por su perfección culinaria es, sin duda, un magnífico escritor sobre temas gastronómicos, por lo que resulta enriquecedor leer algunos de sus libros, como el Diccionario del amante de la cocina. Este, en su entrada París, dice: "París posee una atmósfera que suscita la emulación, la inventiva, la renovación de las fórmulas de restauración". Sin embargo, la frustración se apodera de nuestro ánimo y la desesperanza nos inunda cuando analizamos los resultados.

En pocas palabras, si pretendemos comer bien, hoy, no vayamos a París. Su atmósfera, por el contrario, no estimula la invención, no incita a la emulación, no renueva las fórmulas, o si lo hace es para empeorarlas.

Vayamos por estratos: los grandes restauradores, los míticos tres estrellas Michelin, carecen de materia prima de calidad, por lo que quedan en el recuerdo de aquellos que lo pudieron admirar el lenguado del Canal, el bogavante bretón o los sabrosos peces mediterráneos. Los precios de los sucedáneos no son competitivos: un segundo plato en el restaurante del hotel Plaza Athénee, que dirige el propio Ducasse, puede costar hasta 240 euros, así como un sofisticado postre, la módica cantidad de 140; esto sí, con un servicio a prueba de sensibles comensales, los cuales optan por dejar lo que el plato contiene y admirar las arañas de strass que cubren el impresionante techo.

Por doquiera que vayamos el panorama se asemeja y en un local más modesto -pero con calidad- como el Carré des Feuillants, la suma a pagar por unos escalopes de ris de veau -léase mollejas- y una ración de liebre Rossini es de 168 euros. Y todo ello sin que aparezca por ningún agujero la genialidad, sin que la inventiva nos sobrecoja; todo lo más, habrá que reconocerlo, el trabajo bien hecho.

Consecuencia de lo dicho es la posibilidad de encontrar mesa en todo momento, sin duda porque hasta el público japonés -que todo lo llenaba- es capaz de contar sus aventuras en las grandes tables sólo de oídas y sin someterse a la dictadura de las guías.

Los únicos que parecen salvarse del incendio que provocan son los hijos de Robuchon, que en sus relativamente modestos locales -L'Atelier y La Table- alejados del relumbrón que proporcionan las calificaciones, nos brindan la posibilidad de saborear la grandeza de la cocina de siempre a ajustados -no económicos- precios.

El estrato de lo nuevo, de lo contemporáneo, no depara mejores resultados, y pese a que el propio Ducasse proclama en sus escritos que: "Nuestra fuerza es nuestra memoria, nuestra cultura, nuestras tradiciones. Debemos apoyarnos en esta base para dirigirnos hacia la modernidad. La modernidad no es más que el vínculo íntimo que logramos crear con una sociedad que evoluciona", los novísimos como el Ze Kitchen Galerie, sólo nos proporcionan sorpresas orientales en forma de jengibre adobado o wasabi a mogollón, enmarcando ridículas doradas de piscifactoría o ínfimos bogavantes traídos también, sin duda, de allende nuestros mares y conformando una mezcla sin criterio, donde lo único aprovechable sería el color de las composiciones. No en balde en ese mismo establecimiento venden un libro que recrea sus creaciones con el sugerente título de La cocina de los colores o algo similar. Sin duda, alimento para el espíritu.

Por no hacer de menos este capítulo salvaremos, como honrosa pero parca excepción, la cocina que realiza Pascal Barbot, que en su restaurante L'Astrance permite intuir destellos de luz en tan turbio panorama, acompañado, esta vez sí, de un eficiente servicio y un deslumbrante sumiller, que sin acudir a los ya imposibles borgoñas y burdeos, nos muestra la magnífica evolución de las otrora desconocidas denominaciones de origen secundarias.

Por el contrario, y como síntoma, en uno de los más afamados del momento, Aux Lyonnaises, también dirigido por el inconmensurable Ducasse, la forma de servir el pan, a falta de mayor espacio en la mesa, es colgarlo de un saco en un clavo oportunamente hincado en uno de los bordes de la table.

Visto lo cual, interpretemos lo que el mismo libro dice sobre la gastronomía: "Mientras está empezando este nuevo siglo, el universo de la alimentación y de la restauración evoluciona y se transforma, y la sociedad sigue sin saber traducir estos cambios con precisión y objetividad, sin tomar partido y sin controversias. Pero la alimentación sigue siendo uno de los símbolos de nuestras sociedades, a veces incluso el más emblemático y revelador".

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