Un cuaderno marrón
LA IMAGEN de dos niñas judías con una maleta, cuyos padres han sido detenidos, protegidas por su tutora en cuevas y conventos, pertenece a la memoria colectiva de la Segunda Guerra Mundial. Se diría que es un fotograma del horror contemporáneo. También esa maleta, el avío de la deportación y el exilio, es un símbolo de huida, la escasez de los desplazados. No sólo contiene cosas de necesidad inmediata, como ropa y comida, sino otro tipo de objetos que vinculan su nombre a una familia, como fotografías y cuadernos. Ahí dentro está la vida que les liga a sus padres, la radiación de su memoria. Las hijas de Irène Némirovsky salvaron así un grueso cuaderno marrón, que sabían que tenía un gran valor para su madre, y que no se atrevieron a leer hasta los años setenta, temerosas de reavivar el miedo al confinamiento. Lo que creían notas dispersas o apuntes de un diario, reveló la existencia de una novela inacabada que incluía las dos primeras partes terminadas: Tempestad en junio (sobre el abandono de París ante la llegada de las tropas alemanas) y Dolce (con el ejército alemán ya acantonado en Francia). Estaba escrita con una letra minúscula, apenas legible, que dificultó enormemente la transcripción. El año pasado se publicó en Francia y recibió el Premio Renaudot, concedido por primera vez a un autor fallecido, hecho que supone, tanto en Francia como en muchos otros países -está en vías de traducción a 18 idiomas- actualizar la obra de Irène Nemirovsky, cuyo talento y finura causó la admiración de Cocteau. Se trata de una escritora que crea adicción. En España, además de la biografía El mirador (Circe, 1999), escrita por su hija, hay cinco novelas disponibles en castellano y la magnífica Vida de Chéjov, que también es una lección de literatura rusa. F. S.
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