Política de la claridad
En el actual debate sobre el Estatuto catalán se ha puesto de manifiesto una vez más nuestra incapacidad, o al menos nuestra resistencia, para llamar a las cosas por su nombre y para plantear, en consecuencia, los problemas sin esquivar su verdadera naturaleza. Nos vemos inmersos, de esta forma, en un caos de conceptos que aparecen y desaparecen, y cuyo valor no excede en la mayoría de los casos a su capacidad para ser utilizados como arma arrojadiza. No me estoy refiriendo ya al tan manoseado término de nación, que ha propiciado tantos juegos florales y que sólo ha servido para ocultar el sujeto que ocupa de hecho nuestros desvelos, que no es otro que la naturaleza y la organización del Estado, del nuestro. La batalla en torno a la nación ha sido tan grotesca como para derivar al final hacia un problema ortográfico, el de la Nación con mayúscula y el de la nación con minúscula, cuando los problemas que plantea el Estatuto catalán, tanto en su necesidad como en su articulado, son de naturaleza mucho menos decorativa.
¿Propone el Estatuto catalán, de facto, la necesidad de una reforma federal o confederal de la organización del Estado? Como de soslayo, siempre con un afán descalificador, y sin querer agarrar al toro por los cuernos, esos conceptos no han estado ausentes del debate, pero es evidente que preferimos recurrir a la chapuza, al cosido sobre cosido, o a los desplazamientos semánticos, antes que enfrentarnos decididamente a aquéllos. Si el Estatuto catalán responde a una necesidad real, necesidad que puede desencadenar, también por urgencia o por mimetismo, otras necesidades similares, ¿sirve la actual organización del Estado, el llamado Estado autonómico, para resolverlas o urge reformarlo? ¿Por qué nadie se atreve a formular claramente la solución federal, o, si esta no es factible en el momento actual, por qué no nos limitamos a lo que nos permite nuestro ordenamiento jurídico en lugar de lanzar órdagos con estatutos imposibles y con términos florales que no llevan a ninguna parte?
Esta tendencia al camuflaje, al rodeo, y a introducir de matute realidades que se soslayan, pone de manifiesto una connatural cobardía en nuestros políticos, cobardía que toma forma en una esencial voluntad de engaño. Lo estamos viendo en el debate sobre el Estatuto y es también perceptible en el permanente retruécano en que se ha convertido la política vasca. Entre nosotros, todo es tan prístino como Venus naciendo de las aguas en cuanto recurrimos al artículo determinado para adosarlo a cualquier término que se nos ocurra: no hay conflictos, sino el conflicto; no hay consultas, sino la consulta; no hay decisiones, sino la decisión. Prístinas como la diosa del amor, esas palabras determinadas son tan engañosas como ella, pues ni el conflicto, ni la consulta, ni la decisión, se atreven nunca a desvelar su contenido. Son palabras cobardes, que tratan de distanciarse de su referente habitual camuflándose en él y sin revelar nunca sus verdaderas intenciones. Lo que ocultan es la voluntad de escisión, la máscara en la que se refugian es la del chantaje.
Leo estos días un libro que debiera ser de lectura obligada -un regalo que se lo tengo que agradecer a Maite Pagazaurtundua-. Me refiero a La política de la claridad, de Stéphane Dion, ministro canadiense autor de la Ley de la Claridad. Y digo que debiera ser de lectura obligada por el uso, deliberadamente oscuro, que se ha hecho entre nosotros de esa ley así como del célebre dictamen del Tribunal Supremo canadiense sobre los casos de secesión, mal uso que ilustra con igual claridad Alberto López Basaguren en el prólogo al libro. Dion sí es capaz de llamar a las cosas por su nombre, y lo hace desde una profunda confianza en el derecho, en la democracia y en el federalismo. Lo hace también partiendo de una realidad jurídica e institucional más sólida y menos propicia al cambalache que la nuestra, y sin miedo alguno a enfrentar sus sólidas convicciones de quebequés al nacionalismo de su entorno.
Naturalmente, no tiene miedo a referirse a la secesión o a reconocer que los quebequeses puedan realizar una consulta al respecto, aunque no puedan tomar una decisión unilateralmente. Pero tampoco tiene miedo a decir cosas como estas y a argumentarlas: "Creo profundamente que un paso secesionista es muy difícil de conciliar con la democracia", o "está claro que un proyecto de partición de un Estado plantea problemas morales, pues invita a los ciudadanos de dicho Estado a romper sus lazos de solidaridad. Una vez emprendido el proceso, se corre siempre el riesgo de que la ruptura se haga sólo por afinidades de raza, de lengua o de religión. Eso explica que muchos demócratas muy respetables hayan prohibido explícita o implícitamente la secesión en su Constitución". Un ejemplo.
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