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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El agitador trotskista

Jordi Soler

El pintor Alberto Gironella era hijo de una señora de Yucatán y de un señor que alrededor de 1920 dejó su natal Cataluña para refugiarse en México. No queda claro de qué se iba refugiando el señor Gironella, ni tampoco es imprescindible estar al tanto de sus motivos porque a lo que yo iba es a contar de qué forma llegué a la casa de su hijo, el pintor, y de cómo súbitamente me encontré de pie frente a un metro cúbico de Cataluña, aunque también, y de forma rigurosamente simultánea, estaba en medio de un pueblo remoto y mexicano. La verdad es que estaba yo en Valle de Bravo haciendo otras cosas, casi todas referentes al ocio y al solaz, cuando me salió al paso, o quizá yo lo iba buscando, un chaval que a todas luces tenía que ver con Gironella. Voy por orden: en 1961, saliendo de una exposición de Gironella en París, el escritor André Breton dijo: "Es magnífico, es la demostración de que el surrealismo no ha muerto". Y nueve años antes, también en París, en una exposición del pintor que había montado la galería Prisse, el pintor también mexicano David Alfaro Siqueiros, que era un furioso estalinista, dijo que Gironella era un "agitador trotskista". El mismo Siqueiros, según se sabe, intentó en su momento asesinar a Trotski; quizá ya preveía que de no acabar a tiempo con ese personaje ruso que se había ido a refugiar a México, más tarde o más temprano le llegaría un agitador; y también se sabe que estuvo una temporada, en 1921, en Barcelona, y que el fruto de esa estancia, además de varias riñas de corte estalinista, fue una revista de título Vida Americana. Así que es probable que Siqueiros desembarcara en Barcelona cuando Gironella padre desembarcaba en los brazos de su novia yucateca. Además de Trotski, Siqueiros también conspiró para cargarse al presidente mexicano Madero, y estos méritos le granjearon esta frase de Isaac Deutscher: "Para él, arte, revolución y gansterismo eran inseparables".

En casa del pintor mexicano Alberto Gironella, los helechos están plantados en exuberantes jardineras con tierra llevada de Cataluña

Pero volvamos al apacible pueblo donde está la casa del pintor Gironella, a la que llegué dando tumbos detrás de un chaval. "Soy un escritor frustrado", decía el pintor, y de aquí pasaba a enumerar sus coordenadas biográficas: "Llegué al mundo en 1929, el año del crack financiero, de la película El perro andaluz y del invento de la coca-cola". En fin, hacía yo tiempo en el centro de Valle de Bravo, un apacible pueblo, como dije, de casitas blancas y notable población indígena, bebía un café en la plaza mientras esperaba a que abrieran el único quiosco que vende EL PAÍS, cuando tuve la ocurrencia de meterme a la iglesia porque a esas horas, las ocho y media de la mañana, era el único edificio donde había algo de vida y movimiento.

Después de las diez llegan los turistas y la población indígena corre a refugiarse lejos de las cámaras Nikon, de las gafas oscuras, de las gorras con cuernos de diablo y de las camisetas festivas con leyendas mamarrachas. Dentro de la iglesia se celebraba una fiesta indígena, una ceremonia sincrética en la que se le rezaba a la virgen de Guadalupe, que para ellos en realidad es Tonantzin. Estuve media hora sentado en un banco, a cierta distancia para no molestar, oyendo los rezos en lengua mazahua y, sobre todo, contemplando sus trajes bordados, las trenzas barrocas de las mujeres y la manera oriental en que se dan la mano sin dársela, nada más acercándola a la del otro y haciéndole un breve roce en la palma con los dedos, un saludo de una levedad que me tenía intrigado, hasta que me fijé que en medio de ese contingente autóctono, en esa iglesia de pueblo mexicano remoto, en el centro de aquel espectáculo de trajes ricamente bordados, había un chaval indígena con una camiseta del Barça que ponía Rivaldo en la espalda. La sorpresa fue tal que esperé a que terminara sus rezos a Tonatzin para preguntarle que de dónde había sacado esa camiseta. Entonces me contó que su madre había trabajado con el pintor Gironella y que desde que era pequeño se había aficionado al equipo. En cuanto se enteró que yo venía de Barcelona, la ciudad que él, de cierta forma, llevaba permanentemente encima, se empeñó en llevarme a la casa del pintor, del hombre que había nacido en el año de El perro andaluz, a paso veloz por las calles empedradas y empinadas, en un trayecto en el que los desniveles del camino me hacían dar alternativamente un traspiés y un tumbo, y así llegué a la casa donde Gironella vivía y pintó sus famosas versiones de Emiliano Zapata, y su controvertida cantante Madonna y, probablemente, la única obra que podemos ver de él aquí, en las estanterías de alguna librería, en la cubierta de la edición de Tirano Banderas, de su héroe Valle-Inclán, que editó el Círculo de Lectores. Ahí en aquella casa, ese chaval a quien sus amigos, según pude comprobar en el camino, llamaban Rivaldo, me señaló una exuberante jardinera y luego levantó una hoja de helecho para que pudiera ver la tierra donde estaba sembrada: "Esta tierra la trajo el maestro de Cataluña", dijo. Y entonces me quedé ahí mirando ese metro cúbico hasta que Rivaldo me dijo que se iba, y lo vi irse con ese paso que había aprendido ahí mismo de pequeño, el paso inconfundible del agitador trotskista.

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