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Columna
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Llamada sangrienta

Ni tan mayores como para renegar del american way of life ni tan jóvenes como para meter velas dentro de calabazas. Los treintañeros, durante los últimos años, hemos afrontado Halloween con desconcierto. Hace ya casi una década que la fiesta norteamericana comenzó a infiltrarse sutilmente en nuestra cultura. Al principio, no parecíamos del todo decididos a maquillarnos de cadáver y a morder dentaduras postizas, pero poco a poco fue calando una siniestralidad lúdica que empezó a traducirse en una lucha de huevos en Mirasierra entre chavales vestidos de negro y quien se pusiese por delante, incluidos vecinos y policía.

Adoptar una festividad ajena y, además, yankee, parecía forzado, sumiso y hasta vergonzante, pero en el fondo era demasiado atractiva para resistirse. Al español le cuesta decir que no a la tortilla de patata, a la Constitución europea y a las fiestas. Nuestra conmemoración de Todos los Santos aún permanecía contagiada del aire fúnebre (en el más triste sentido de la palabra) del franquismo. El 31 de octubre era un día de duelo para las abuelas y para el paladar de sus nietos, víctima de los huesos de santo, un dulce concebido por un gusto excesivamente piadoso para los hijos de la transición. Sin embargo, celebrar Halloween podía ser síntoma de esnobismo o de un americanismo patético, pero significaba reinterpretar jacarandosamente un día rojo del calendario.

Este año, por fin hemos sucumbido. Nos hemos entregado a los encantos de la fiesta del "truco o trato", aunque la lluvia haya podido arruinar algún conato de cofradía infantil pidiendo caramelos de chalé en chalé por alguna de esas urbanizaciones de las afueras de Madrid fruto de la especulación inmobiliaria de vampiros sin careta.

El secreto ha sido el disfraz. En España las calabazas tienen forma de pimientos gigantes y las telarañas dan más asco que miedo, así que nos hemos quedado con el travestismo de la fiesta, una práctica muy española. Tenerife y Cádiz son las dos ciudades con más tradición carnavalera, pero en Madrid andábamos flojos de excusas para mudar la personalidad. Aprovechar el día de San Isidro para vestirse de chulapo o chulapa es tan estimulante como comerse dos docenas de huesos de santo, así que Halloween nos ha brindado el pretexto perfecto para transfigurarnos.

Ni la hilaridad ni el terror son los verdaderos propósitos de los disfraces de la última noche de octubre, sino el erotismo. La sacralidad del día de Todos los Santos no sólo ha sido profanada por un histriónico carpe diem que se ríe de la muerte antes de que lo haga ella, sino que ha "degenerado" en un festival sexual. La sensualidad que tan bien combina con el mundo vampírico, con el mal y sus lascivos pecados, ha sido el filón que han aprovechado los locales de Madrid para organizar fiestas. Excepto los señores mayores y los siniestros, quienes han respetado el sentido mortuoriamente serio de esta fecha, el resto ha encontrado en Halloween el trampolín para desinhibirse vestido de Morticia o Freddy.

Precisamente los treintañeros, a quienes nos ha costado entrar en la celebración americana, somos los que le estamos sacando más partido. La coartada del disfraz ha animado a las chicas a exhibir su personalidad más atrevida, acorde con sus breves atuendos de vampirela lujuriosa, bruja libidinosa o fantasma vicioso, mientras que los hombres nos hemos lanzado sin tanto recato ni alcohol a hincar los colmillos en algún escote. Los adolescentes y veinteañeros de hoy en día tienen una capacidad de asimilación, invención y aprovechamiento de las fiestas muy superior a la de los nacidos en los setenta, por lo que no tardaron en utilizar Halloween para volver tarde entre semana. Por otro lado, su desparpajo sexual ya les reporta un envidiable divertimento sin necesidad de interaccionar a través del bozal de Hannibal Lecter.

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La erótica del carnaval y del disfraz es conocida. En Estados Unidos las chicas también aprovechan la noche mágica para emputecerse y los chavales para perseguir espectros sexuales, pero los madrileños hasta ahora no teníamos un gran evento de máscaras y ni siquiera estábamos seguros de querer sucumbir al hechizo de Halloween. Anoche, sin embargo, decenas de discotecas, bares y salas se disfrazaron de cementerios, criptas y panteones para acoger a toda una generación entregada ya sin remedio a la llamada de la sangre.

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