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Pluralismo o relativismo

A raíz de algunas iniciativas legislativas recientes sobre los matrimonios homosexuales o la investigación con células madres se ha puesto de relieve entre nosotros cómo el pluralismo político que proclama nuestra Constitución como valor sustantivo está relacionado de una manera o de otra con un margen de pluralismo ético, fruto inevitable de lo que John Rawls llama "las diferencias razonables consecuencia de la libertad".

No es cierto que la democracia liberal como forma política implique relativismo moral o, mejor dicho que la democracia suponga el establecimiento de un relativismo relativo, que yo llamaría sencillamente pluralismo. La democracia exige la determinación de unos valores, pocos pero seguros, que se establecen como absolutos y axiales de la convivencia. A partir de ahí, se da un amplio margen de acción en el que caben diversas aproximaciones de valor y de sentido en todo aquello que atiende a la forma y manera en que cada uno de nosotros piensa o siente que debe buscar su felicidad.

Los preceptos morales y su función constructiva siguen existiendo pero ningún magisterio será indiscutido ni indiscutible
Nuestra Constitución está relacionada de una manera o de otra con un margen de pluralismo ético

Los valores fundamentales de la Constitución -garantía de la libertad, respeto a la dignidad del ser humano, salvaguarda de la vida e integridad de la persona, promoción de la igualdad, interdicción de la arbitrariedad, responsabilidad y solidaridad colectiva frente al desamparo de los miembros de la sociedad- son valores absolutos de nuestro sistema democrático. Sin embargo, en el plano de la denominada moral sexual-matrimonial y en la bioética nos encontramos en un campo definido por la libertad de opción personal y en el que los principios de actuación política se construyen en relación con los criterios científicos, con la finalidad de garantizar las más amplias alternativas personales y con el compromiso de permitir que cada uno de los grupos y ciudadanos tengan su sitio en la vida pública y con ello la posibilidad de manifestar sus diversas y plurales opciones. Todas ellas son respetables, en cuanto que su acierto es indecidible en términos de evidencia general.

¿Qué consecuencias se derivan de esta realidad ? Toda propuesta ética, y especialmente si es de fundamento religioso, no tiene ya plausibilidad general, sino sólo para aquellos que se adhieran a los presupuestos de fe de dicha propuesta. Se cuestiona de antemano que ningún grupo social, en el seno de la sociedad civil, tenga autoridad sino para proponer normas éticas para la vida privada, por muy tradicional y solemne que sea su naturaleza.

Los preceptos morales y su función constructiva y orientadora siguen existiendo, pero ningún magisterio será indiscutido ni indiscutible. Las alternativas serán sin duda plurales y contradictorias en función de las diferentes opciones de vida que nos permite la libertad, y esto será así muy especialmente en determinadas esferas como la vida privada y la intimidad del fuero interno.

Toda propuesta ética tendrá que mostrar su eficacia humanizadora. No basta que apele a excelsos orígenes si no es capaz de acreditar su autenticidad y su función felicitaria. Cuando vivimos bajo la regla de la libertad no valen ya las simples apelaciones paternalistas o maternalistas; en una sociedad fraternal, entre iguales, hay que acreditar con los hechos la razón de ser de las propuestas morales para la vida personal y su eficacia constructiva, porque ya no se entiende la apelación al miedo reverencial o el anatema.

Leyendo el libro de Patxi Zubizarreta, Atxiki sekretua, Sorginaren eskuliburua, me he topado con una referencia ética de cuya veracidad histórica y antropológica no puedo dar fe, pero, en todo caso, si non è vera è ben trovata. Se trata nada menos que de los Mandamientos de Mari, la diosa Tierra, es decir los mandamientos del paganismo vasco que, curiosamente, en estos tiempos postmodernos, con otros ropajes, se presentan como vigentes entre nosotros, y por tanto con carta de ciudadanía política.

Uno, ex alumno de los jesuitas y aficionado a especulaciones teológicas, asume como condición problemática de su propia personalidad la ética cristiana de la trascendencia, del amor y de la culpa, pero no por ello puede dejar de entender la dignidad de otras opciones morales cuando estas son fruto de la libertad y de la sinceridad. Dicen así, los mandamientos de Mari: 1. No digas mentiras. 2. No robes. 3. No seas soberbio. 4. No faltes a la palabra dada. 5. No permitas que nadie te pierda el respeto. 6. No dejes de prestar ayuda al que lo necesita.

Se trata de seis mandamientos estrictamente mundanos, en los que curiosamente falta cualquier referencia a la trascendencia y también cualquier mandato que se parezca a una ética sexual de la contención que ha sido la propia de nuestra cultura judeo-cristiana. Esta ética pagana tan arcaica parece girar, como la ética heidegeriana, tan moderna, en el eje de la autenticidad y la veracidad, no en el de la contención y la culpa.

Simplemente, una curiosidad a propósito del pluralismo.

Javier Otaola es abogado y escritor.

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