Dadá: cómo detener la historia
El dadaísmo, según el diccionario de la Real Academia Española, es "un movimiento literario y artístico surgido entre 1915 en Europa y Nueva York que se caracterizó por ser deliberadamente antiestético e iconoclasta, provocando en reuniones públicas el escándalo y, con frecuencia, la burla infantil o el sarcasmo". No, la definición no está mal aunque lo de Europa debiera limitarse a Zúrich y Barcelona, es decir, a ciudades de países que escapan a la I Guerra Mundial y que acogieron los primeros pasos del movimiento dadá. Lo de 1915 podría discutirse, pues no es hasta el 2 de febrero de 1916 cuando se pone en marcha el llamado cabaret Voltaire en la ciudad suiza. Luego París o Berlín retomaron su capitalidad natural pero hizo falta que se acallaran los cañones. En lo que no se equivoca el diccionario es al renunciar a ponerle una fecha de defunción. En 1962, Marcel Duchamp le decía a Hans Richter que "el nuevo realismo, el pop art... todo eso es un entretenimiento para niños que vive de lo que el dadaísmo hizo. Cuando descubrí los ready made esperaba hacer imposible ese carnaval de esteticismo. Pero los neodadaístas utilizan los ready made para descubrirles un valor estético. Les lancé a la cabeza, como una provocación, el botellero y el urinario, y ahora resulta que admiran la belleza de los mismos".
El dadaísmo abre la puerta a toda la creación contemporánea, en eso está todo el mundo de acuerdo
El dadaísmo, tal y como se expone ahora en el Centro Georges Pompidou -luego irá a la National Gallery of Art de Washington y al MOMA de Nueva York-, no es una moda, un decorado, un gusto que sucede a otro. El dadaísmo tiene una bien ganada reputación de no adaptarse a las "exposiciones", pues sus mayores logros son literarios -los museos y las galerías tienen en común con la televisión la aversión por la letra impresa- o humanos, es decir, acciones irrepetibles, más o menos provocadoras pero irrepetibles en sustancia.
Para contrarrestar esa difícil "representabilidad", el Pompidou ha optado por situar en los laterales del espacio reservado a los elementos que se prestan menos a ser convertidos en materia de espectáculo, a saber, las ediciones a un lado y las músicas y proclamas orales en el otro. El enorme centro, lo ocupa una multitud de pequeñas células cuya coherencia puede venir dada por estar dedicada a un autor, a un tema, a una ciudad o a un acto preciso. Y de una célula a otra se va siguiendo el orden que uno mismo se inventa, ya sea el de la asociación de ideas, la proximidad o la mera comodidad deambulatoria. En total se presentan a la curiosidad del público 1.576 documentos y el conjunto, sin ser exhaustivo, sí transmite la sensación de proponer de todo lo mejor: las marionetas o las cabezas de madera de Sophie Taeuber, los delirios tipográficos de Picabia, las frases y autorretratos de Tzara, las obras de referencia de Duchamp o Ernst, los collages de Heartfield y Hausmann, los amarillos de Hannah Höch, la exposición en las galerías Dalmau, una máscara de Marcel Janco, los combates de boxeo de Arthur Cravan, la pintura cósmica de Jean Crotti empeñada en romper "el hilo que nos ata a la materia", los terribles dibujos y pinturas de Dix y Grosz y, sobre todo, ese saber dejar al azar la posibilidad de reunir paraguas y mesas de disección.
André Breton, de mayor, pretendía no haber hecho nada de valor desde sus años dadaístas. "No hemos inventado nada nuevo". Con el surrealismo quiso darle una orientación social, revolucionaria al estallido dadaísta. Tzara no quiso poner su creatividad "al servicio de la revolución", de ninguna otra que no fuera ese absurdo que se autoconsumía, que ponía en evidencia la carnicería de las trincheras, la falsedad de discursos que elegían bando, bandera y bayoneta.
El dadaísmo abre la puerta a toda la creación contemporánea, en eso está de acuerdo todo el mundo. Los pianos preparados de John Cage, el racionalismo constructivista, los "cadáveres exquisitos" de los surrealistas, las instalaciones de los videoartistas actuales, el body art, el "conceptual", el arte povera, la "nueva figuración", los fotomontajes, el llamado "nuevo periodismo", todo eso y mucho más está en el dadaísmo y no nos sorprende. Lo que sí debiera interesarnos quizás es que el dadaísmo no se proponía como un nuevo "ismo" sino como el "ismo" que ponía punto final a la idea misma de progreso lineal e ininterrumpido.
El humor del dadaísmo es ne
gro y ácido porque nace de un contexto dramático, simultáneamente a la guerra, no como reflexión a posteriori sino como condena coetánea de la patriotería de quienes prometían arreglar el mundo. Por eso mismo las palabras de Duchamp sobre todos los "neos", sobre los sucesores, debieran figurar en el vestíbulo de todas las grandes ferias de arte contemporáneo, de todas las bienales, de todas las galerías. Baste con recordar cómo se desarrolló la Dada-Messe de Berlín en 1920, con un catálogo de papel periódico, con la obsesión "por dar por contenido a nuestras obras los acontecimientos actuales", propósito que se materializa presentando un dibujo de un oficial alemán con cabeza de cerdo, renunciando a exponer los collages de Kurt Schwitters porque son "demasiado burgueses" y organizando el acceso a la galería a través de los urinarios de una gran cervecería. El dadaísmo, cuando visita Alemania, se radicaliza; cuando se instala en París, se divide en grupos y subgrupos. El pobre Jean Cocteau, que siempre quiso conciliar vanguardia y clasicismo, acabará por convertirse en la piedra de toque del dadaísmo parisiense: quienes le defienden o, simplemente, le soportan, quedan excluidos del nuevo movimiento: el surrealismo. Así avanza la historia.
Dada. Centro Georges Pompidou. Plaza de Georges Pompidou. París. Hasta el 9 de enero de 2006.
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