La lengua de la cumbre
Hace rato que se han apagado los ecos de los discursos y los brindis en la Cumbre Iberoamericana. Las calles de Salamanca han vuelto a sus legítimos dueños, los ciudadanos y los estudiantes. Antes que nos sobrevenga otra cumbre, tienta estudiar con más calma la declaración final firmada en ésta. La exégesis de los textos políticos puede ofrecer recompensas y sorpresas quizá no tan placenteras, pero igual de reveladoras a las que depara la hermenéutica literaria. Por ejemplo, el hallazgo de lo omitido. Como saben políticos y escritores por igual, lo que no se dice en un discurso vale tanto como un silencio en el teatro.
Leyendo de ese modo la declaración final de la cumbre resuenan varios silencios. El más triste es el de la palabra "libertad". Ella no se encuentra ni una vez entre las más de tres mil del documento. Mientras la "diversidad", la "dignidad" y la "igualdad", se repiten, la vieja libertad parece que siguiera desprestigiada -o temida- en el lenguaje político de Hispanoamérica. Aunque ésta sea hoy día, formalmente, más democrática que nunca. La declaración abunda en "solidaridad para resolver las asimetrías" (6.h), o "diversidad y respeto a la dignidad humana" (7.c). Pero ni una sola vez alude a la promoción de la "libertad" -sobre todo la concreta, la individual-, sin la cual esas otras quedan en buenas intenciones. ¿Se deberá este lapsus a que la cultura de la libertad ya es parte de ese "acervo iberoamericano" que sueña el encabezado de la declaración?
Los datos no confirman esa hipótesis. Un reciente Latinobarómetro mostraba que, aunque un 53% de los encuestados en la región apoya el sistema democrático, un 55% de la gente estaría dispuesta a renunciar a la democracia si eso solucionara los problemas económicos de sus países. Es decir, más de la mitad canjearían libertad por prosperidad.
Otra palabra semi-ausente en la declaración de esta Cumbre Iberoamericana fue el término "civil". Sólo apareció una vez en ese texto. Y ello para invocar -casi exigir- el apoyo de la "sociedad civil"; no para defender su autonomía, ni promover su iniciativa. En esa línea, la declaración cumbre dijo "tomar nota" de los encuentros cívicos y empresariales convocados en paralelo (y nótese la distinción semántica entre "ciudadanos" y "empresarios", que no parece concebir el ideal de una "sociedad de empresarios"). A la postre, sin embargo, ambos grupos desaparecieron por igual en el léxico de esta cima.
Así, mientras la palabra "gobierno" aparece catorce veces, la "sociedad" asoma sólo tres. Y dos de ellas para -en un alarde del eufemismo políticamente correcto- llamar "sociedades emisoras de emigrantes" a nuestros países desangrados de su gente (del Ecuador se han ido -¿o deberé decir que han sido "emitidos"?- tres millones de ecuatorianos).
Mientras al todopoderoso "Estado" se lo menciona catorce veces -¿coincidencia cabalística con la voz "gobierno", o identidad de intereses que hacen quienes lo capturan?-, al desprestigiado "individuo" la declaración no lo mentó ni por descuido. Y a la humilde voz "ciudadano" sólo un par. No sé si estas omisiones autorizan a sospechar que en Latinoamérica sobrevive el temor a un incremento de participación y voz en la "ciudadanía" (expresión que no aparece, desde luego). Pero sí da para pensar que en Iberoamérica muchos políticos siguen creyendo que sus sociedades deben hacerse a la medida de los Estados, en lugar de lo inverso.
Fluida en los prejuicios regionales vigentes, la lengua de la cumbre también proscribió la palabra "privado". Como no cabe asumir que la ignoran, podríamos colegir que empresa o inversión "privada" son expresiones que los mandatarios latinoamericanos sólo usan en privado, precisamente. Acaso por las mismas razones por las cuales habrá sido proscrita de su jerga pública la voz "mercado". Palabrota del todo ausente en un documento que, no obstante, reconoce varias veces la necesidad de incrementar las inversiones en la región, como única fórmula para sacar de pobres a su gente.
¿Cómo incrementar esas inversiones, sin siquiera mentar al mercado donde se hacen? La declaración cumbre dedica una línea a este acertijo, proponiéndose la finalidad enigmática de establecer un "diálogo permanente" acerca de la "expansión de la base empresarial". Es decir, que de la empresa se podrá seguir dialogando permanentemente (¡acaso, eternamente!) en Hispanoamérica. Hablando de ello mientras en nuestras calles, rúas y jirones hacen nata los microempresarios de manta o chiringuito, capaces de vendernos media China, de sol a sol. La economía sumergida -ahogada por el dirigismo y el intervencionismo estatales- se estima ya en casi un 60% del sector laboral y produce un 41% del PIB latinoamericano (según cifras del Banco Mundial). Sin embargo, crear una pequeña empresa en Bolivia cuesta cinco veces más tiempo, y cincuenta veces más dinero en impuestos, que en la rica Nueva Zelanda. Si nuestros líderes les dieran una oportunidad como ésa a nuestros empresarios sumergidos, quizá encontrarían que no necesitan "expandirlos", que ellos sólo piden que les faciliten "existir" legalmente. Comenzando por existir en la lengua de sus cimas.
Apuntar los huecos lingüísticos en el relato final de esta cumbre no es desmerecer las buenas intenciones de sus autores. Es señalar la precariedad de esos propósitos cuando no van acompañados del valor político para llamar por su nombre a las reformas necesarias para lograrlos.
El modelo social europeo basa parte de su éxito en la combinación siempre ajustable de solidaridad social con iniciativa individual, que esta declaración omite. En la actual discusión, sin ir más lejos, Gran Bretaña parece representar un polo liberal opuesto a los valores sociales del continente. Sin embargo, cualquiera que haya vivido allí sabe que su red social -aun después de Thatcher- es más extensa y eficiente que la de varios países "socialdemócratas" de Europa. Así como en éstos, la iniciativa privada empresarial, hija de la libertad individual, es un sustento valorado -y no un enemigo- de la justicia social.
¿Por qué en Latinoamérica debiéramos estar condenados a no poder pronunciar ese idioma? ¿Es que acaso nunca podremos proclamar los dulces fines solidarios sin silenciar -como lo hizo la declaración final de la cumbre- las amargas reformas necesarias parafinanciarlos? ¿Hasta cuándo la mayoría de nuestros hombres y mujeres públicos sólo podrán reconocer "en privado" que abrir nuestras economías, estimulando la libertad de empresa, es lo único que podría sustentar en el largo plazo, más allá de bonanzas pasajeras, esa solidaridad que todos queremos? Convertir en condena estos dilemas es una vez más alentar el viejo malentendido latinoamericano entre democracia y demagogia. Otra en nuestra larga lista de oportunidades perdidas, que es lo que duele.
Además, este defecto lingüístico es peligroso para las vacilantes democracias en Latinoamérica. Porque en la miseria -y la cobardía- del lenguaje político nace el idioma de la violencia. El ejemplo ambiguo de Chile, donde las reformas de fondo tuvo que hacerlas una dictadura -cuyos partidarios aún la justifican con ese motivo- asoma para bien y para mal en los silencios de este texto. Mientras las democracias -ojalá alentadas por casos exitosos como el de España- no tengan el coraje de promover la lengua clara de las reformas, las dictaduras -abiertas o embozadas- seguirán siendo la tentación, en la desesperación, de ese 55% de latinoamericanos que estarían dispuestos a transar "libertad" por "prosperidad".
Carlos Franz es escritor chileno. Su última novela, El desierto (Editorial Mondadori), obtuvo el Premio La Nación 2005, en Buenos Aires.
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