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Divinas palabras

José María Ridao

Entre las múltiples razones que explicarían las dificultades para estabilizar una realidad internacional cada día más preocupante, existe una a la que tal vez no se ha prestado la atención que merece: desde el final de la guerra fría, la política internacional ha empezado a concebirse como un espacio para solventar diferencias entre visiones del mundo, entre ideologías, y no como un instrumento para desactivar riesgos o contenciosos concretos. De esta forma, se vienen multiplicando las iniciativas dirigidas a mejorar el conocimiento entre regiones del planeta con intereses contrapuestos, a identificar valores compartidos o, en su caso, a reafirmar la idea de que la diferencia es una riqueza y no una fuente de conflicto. Por esta vía, los objetivos de la política internacional han ido abandonando el ámbito que le era propio y dirigiéndose poco a poco hacia el universo de las representaciones abstractas, de las imágenes y estereotipos con los que los diversos actores se perciben a sí mismos y perciben a los demás. Garantizar el desarrollo, o incluso la paz, exigiría, según esta convicción cada vez más extendida, que la política internacional intervenga sobre la sustancia etérea de las conciencias, corrigiendo cuanto sea preciso corregir con el concurso de los medios de comunicación, de foros y seminarios especializados, de galas y conciertos al servicio de la causa.

Por descontado, lo que hoy está en cuestión no es si el desarrollo o la paz se empiezan a ganar en el espíritu de los hombres; lo que está en cuestión es si al concentrar su actividad sobre el espíritu de los hombres, sobre las conciencias, la política internacional no estaría desatendiendo gravemente las tareas en las que nadie puede sustituirla, ni periodistas, ni intelectuales, ni artistas ni personalidades con ascendiente social. La experiencia de la guerra fría, un dramático periodo en el que el mundo bordeó en varias ocasiones la catástrofe, apuntaría en una dirección exactamente opuesta: las iniciativas que se emprendían en el terreno de la política internacional no se proponían reafirmar valores comunes, ni tampoco convencer a quienes militaban en uno u otro bloque de la bondad o la maldad de sus respectivos proyectos políticos. El objetivo era más modesto, más pragmático y, en definitiva, más político: identificar los riesgos inminentes que amenazaban con destruir el mundo y acordar mecanismos que los conjurasen. Ése fue, en último extremo, el origen del sistema internacional que ha llegado hasta nuestros días y que, a juzgar por los resultados, no merecería el desdén con el que ahora se despacha. Gracias a sus complejos equilibrios, a sus cautelas institucionales hoy tan denostadas, las grandes potencias no se vieron arrastradas a un conflicto generalizado pese a la multiplicación de guerras locales. El holocausto nuclear pudo ser evitado.

Requerida en estos tiempos para solventar la confrontación entre visiones del mundo, entre ideologías, la política internacional tiene dificultades para enfrentar con sus instrumentos los riesgos que se han ido materializando en los últimos años. El espacio de actividad que le correspondería aparece hoy invadido, en un extremo, por los innumerables think tanks que han proliferado y que, salvo excepciones, actúan o pretenden actuar como templos de una ortodoxia propia y, en demasiados casos, dirigida y ajena; en el otro extremo, por un creciente y despreocupado recurso a la fuerza militar, ya sea para desempeñar tareas de socorro internacional de las que hasta ahora se ocupaban agencias civiles especializadas, ya para extender por la imposición de las armas la democracia y la libertad en el mundo, según el escalofriante modelo aplicado para propagar el Evangelio en las Indias del siglo XVI o la civilización en el África del XIX.

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La política internacional debería abandonar la tarea de apostolado ideológico en la que lleva demasiado tiempo embarcada y regresar a sus dominios; debería retomar la tarea que le es propia y recurrir a su mejor experiencia, esforzándose por identificar los riesgos inminentes que se ciernen sobre el horizonte y acordar y fortalecer unos mecanismos que los conjuren. La inquietante inestabilidad que están atravesando por diferentes motivos algunas regiones cruciales del planeta no permite continuar como hasta ahora, dando más importancia a la capacidad de generar titulares de las iniciativas internacionales que a las iniciativas mismas; confiando más en la adhesión emocional que despiertan los rótulos que en la utilidad y en la viabilidad de lo que anuncian. Se empezó hace algo más de una década bautizando una improvisada e insensata intervención colectiva en Somalia con el angélico nombre de "devolver la esperanza", y hoy existe una verdadera polución de sintagmas más o menos virtuosos que, en último extremo, dan la impresión de que se pretende resolver unos problemas cada vez más emponzoñados a base de recitar a coro hermosas consignas.

A poco que se reflexione en los términos propios de la política internacional, a poco esfuerzo que se haga para recolocarla en el ámbito de actividad que había sido el suyo, se advertirá que empiezan a existir motivos para la inquietud. Los riesgos que derivan del rearme y la proliferación nuclear se han recrudecido en los últimos años y, sin embargo, todo lo que el sistema internacional ha podido hacer hasta ahora es constatar el fracaso para alcanzar acuerdos generales de limitación. Por otra parte, aparecen signos de estar desencadenándose de nuevo ese fenómeno que, en el pasado reciente, favoreció el auge de los movimientos totalitarios por el descrédito en que cayeron las democracias liberales. En esta ocasión, el descrédito lleva ya un largo camino recorrido en países sometidos a implacables dictaduras y cuyos ciudadanos observan, desengañados, que la política internacional de los Estados democráticos no busca en muchos casos debilitarlas, sino estabilizarlas e incluso robustecerlas en beneficio propio.

Pero, además, ese descrédito empieza a extenderse hasta el interior mismo de los países que gozan de sistemas liberales, partiendo del tratamiento que recibe en ellos la inmigración. Porque las estrategias que se han venido adoptando en esta materia están provocando un resultado del que apenas se habla y que, sin embargo, es la causa de que una tragedia humana se esté transformando, además, en un nuevo riesgo para la estabilidad de todos, en una auténtica bomba de relojería: el creciente y profundo deterioro del Estado de derecho y, en particular, del principio de igualdad ante la ley. La idea de que los candidatos a inmigrar se juegan la vida en las fronteras para huir del hambre ha hecho perder de vista la otra vertiente de esa misma realidad, y es que, ademásde huir del hambre, acuden a una ingente oferta de empleo ilegal en los países desarrollados. No se alejan de la miseria para precipitarse en el paro y exhibir su desesperación por las ciudades más prósperas del mundo, sino para obtener empleos en condiciones de semiesclavitud que son rentables para ellos -puesto que parten de mínimas expectativas económicas en sus países de origen- y que son rentables sobre todo para quienes se los ofrecen.

Promover el desarrollo de las zonas más atrasadas del planeta es, sin duda, una obligación moral para los países del primer mundo; pero esta obligación moral no debería distraer de las obligaciones políticas, que van desde el control de la legalidad en la contratación de los trabajadores, sean nacionales o extranjeros, hasta la revisión de la disciplina internacional y los acuerdos que rigen los intercambios económicos entre los diversos países y regiones del planeta. La inmigración no es un fenómeno que se origina, como un sueño febril o una quimera, en las mentes de seres desesperados. Es la respuesta extrema, pero implacablemente racional, que ofrece el mercado laboral internacional a la desregulación total de los flujos financieros y a la liberalización asimétrica del comercio, siempre desfavorable a unos países condenados a exportar lo único que abunda en ellos: mano de obra. Y lejos de lo que defienden los utopistas de la idea de mercado, los que, retomando por insólitos caminos las viejas aspiraciones del anarquismo, equiparan la libertad con la ausencia de instituciones y de reglas, esa desregulación total de los flujos financieros internacionales y esa liberalización asimétrica del comercio no son fenómenos espontáneos, no son producto de los avances tecnológicos ni de supuestas leyes objetivas de la economía o de la historia.

Se trata, por el contrario, del resultado de unas decisiones políticas, estrictamente políticas, que hicieron su camino, primero, en los Gobiernos que creyeron en los beneficios inagotables de unos mercados internacionales sin regulación y, después, en las agencias económicas del sistema internacional que convirtieron esas decisiones políticas en doctrina y se esforzaron por exportarlas a todos los rincones del planeta. Frente a la imagen de unas rudimentarias escaleras apoyadas contra las vallas que rodean Ceuta y Melilla; frente a la escena de las patrullas de civiles armados que vigilan las orillas de Río Grande y persiguen a los clandestinos o, en fin, frente a los centenares de campos para inmigrantes que han surgido en el mundo desarrollado y que se rigen por leyes especiales, por leyes sólo para extranjeros, conviene recordar la ridícula fantasía que ha inspirado las decisiones que nos han llevado a esta situación: ahora sí, después de siglos de bárbara ignorancia habíamos descubierto la piedra filosofal, la fórmula secreta de los alquimistas, el inextinguible manantial capaz de terminar con la pobreza, con los ciclos económicos, con las lacras de la vieja economía. Habíamos entrado con todos los honores en una nueva era, esplendorosa y definitiva. Es decir, hablemos claro: nos habíamos vuelto a embriagar con una enésima versión del paraíso sobre la tierra.

Mientras la política internacional se mantenga ausente del ámbito en el que nadie puede sustituirla, mientras prosiga su apostolado ideológico sobre la sustancia etérea de las representaciones colectivas y las conciencias, los riesgos concretos que se ciernen sobre el horizonte, como el rearme y la proliferación nuclear, seguirán en buena medida consolidándose. Y por lo que respecta a otros riesgos, como los que derivan de la gestión inapropiada de la inmigración, la desnaturalización de la política internacional seguirá haciendo recaer sobre las políticas internas la solución de unos problemas que las sobrepasan y que, justo porque las sobrepasan, fuerzan a arrojar por la borda los fundamentos del Estado de derecho y, en particular, el principio de igualdad ante la ley. De manera subrepticia pero implacable, las sociedades desarrolladas se están acostumbrando a que el rigor de los controles en calles o aeropuertos dependa del origen de las personas o de su color de piel, a que se prevean garantías procesales y penas distintas en virtud de si son nacionales o extranjeros los que cometen los delitos o a que se discuta, como si tal cosa, la conveniencia de establecer campos para inmigrantes en los alrededores del mundo próspero. El dilema entre la eficacia y el derecho no es nuevo; también en el pasado reciente hubo quien sacrificó el derecho a la eficacia y, al final, la eficacia y el derecho zozobraron en un mismo y único naufragio. De nada sirvió reiterar a coro las hermosas consignas de entonces, pronunciar con más énfasis beatíficas, divinas palabras.

José María Ridao es embajador de España en la Unesco.

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