El concepto de nación
La idea de equiparar nación y Estado surge a mediados del siglo XIX, cuando la ideología romántica del nacionalismo tomó fuerza, y suponer que todos los Estados son naciones resultó muy útil para la propia legitimación de esos Estados y su orden interno.
No es fácil definir qué es una nación. Ya en 1807, el alemán J. G. Fichte en sus Discursos a la nación alemana escribió: "...los hombres no forman una nación porque vivan en éste o el otro lado de una cadena de montañas o de un río, sino que viven juntos (...) porque primitivamente, y en virtud de las leyes naturales de orden superior, formaban ya un pueblo". Esto es, primero se cohesiona un pueblo de manera natural, porque les une una lengua, la historia, la cultura y la convivencia en un territorio, y de ahí surge una nación.
Pero, como explica E. Hobsbawn en Naciones y nacionalismo desde 1870, "...no es posible descubrir ningún criterio satisfactorio que permita decidir cuál de las numerosas colectividades humanas debería etiquetarse de esta manera. (...) no hay forma de decirle al observador cómo se distingue una nación de otras entidades (...). Todas las definiciones objetivas han fracasado, por la obvia razón de que, como sólo algunos miembros de las numerosas entidades que encajan en tales definiciones pueden calificarse de 'naciones' en un momento dado, siempre cabe encontrar excepciones". Quiero recordar que entre los criterios enumerados como necesarios para que una nación lo sea están la lengua, la etnia, el territorio, la historia y la cultura. Todos cambiantes y a veces difusos, y además no son suficientes para conformar una nación.
Hobsbawn, en el mismo texto, propone esta definición de nación: "Cualquier conjunto de personas suficientemente nutrido cuyos miembros consideren que pertenecen a una 'nación". Aparece aquí otro criterio que, a mi juicio, ya no es sólo necesario, sino que debería ser suficiente en un Estado democrático. Es el criterio de la voluntad de un pueblo, que sus miembros se consideren a sí mismos una nación.
Surge el problema de quién se erige en portavoz de un pueblo. Seguro que los partidos políticos no son sus portavoces exclusivos. Tal vez el Parlamento (vasco o catalán, por ejemplo), sí pueda serlo. Pero lo más sencillo y directo es preguntar al propio pueblo directamente y en un referéndum sin intermediarios qué es lo que quiere ser. Sin más.
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