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50ª SEMANA INTERNACIONAL DE CINE DE VALLADOLID

Miradas cargadas de etnografía

Las dos películas vistas ayer en el concurso, Water, la canadiense (aunque rodada en India y dirigida por una cineasta nacida en este país, Deepa Mehta), y la china, aunque rodada en Mongolia, Ping pong mongol, del joven Hao Ning, tienen en común el deseo de mostrar realidades lejanas de las occidentales, y hacerlo según fórmulas de probada eficacia. Una es un drama, la otra tiene tintes de comedia, pero ambas están hermanadas por un común deseo de utilizar la etnografía para contar historias cotidianas. Completó el programa, en pase fuera de concurso, la proyección de la sobrecogedora El niño, de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, brillante ganadora de la Palma de Oro en la pasada edición del festival de Cannes.

Sin duda alguna, la más sólida de las dos películas a concurso es Water, no sólo porque Deepa Mehta tiene muchos años de oficio a sus espaldas (debutó en 1975), sino porque su enjundia y la fuerza de su denuncia se elevan por encima de sus debilidades. Ambientada en 1938 en una India en la que se empezaba a hablar con fuerza del Mahatma Gandhi, que hablaba de independencia y de resistencia pasiva ante los ingleses, su protagonista es una niña de siete años, Chuyia. Casada según las costumbres hinduistas, se queda inmediatamente viuda y es recluida en un ashram, suerte de institución en la que se encerraban de por vida las mujeres que no habían tenido el coraje, o la sensatez, según se mire, de incinerarse vivas tras la muerte del cónyuge.

Pero Chuyia es una niña, y como tal, inquieta y llena de vida: pronto revolucionará, con sus idas y venidas, la tétrica existencia de sus compañeras de infortunio. Tiene la película, que se atiene al pie de la letra a mantener dos de las tradiciones más comunes del cine indio (la larga duración de su anécdota, muy estirada; y la inclusión de fragmentos musicales en el seno de una narración convencionalmente realista), el coraje de denunciar una situación que ya en la época que recrea el filme era un anacronismo, pero ahora es sencillamente perversa: en muchos lugares de la India se siguen manteniendo esos hábitos rituales, fuertemente patriarcales y teñidos de religiosidad.

La anécdota que vehicula Ping pong mongol es muy simple: un niño, hijo de un pastor nómada y que vive en las lejanas estepas, encuentra un día flotando en un río una pelota de pimpón y cree que se trata de una joya sagrada. La anécdota en sí sirve de poco, y lo que tiene más interés, aunque también relativo, es el ver de qué manera se retrata el día a día de una familia nómada.

Tiene, no obstante, un problema: a pesar de su belleza plástica y del moroso, delicado ritmo de su narración, suena irremediablemente a conocido, sobre todo tras las dos películas realizadas por la mongola Byambasuren Duvaa, La historia del camello que llora y La cueva del perro amarillo, de la que ésta es deudora evidente. Es de temer que sus posibilidades sean nulas con vistas al palmarés final.

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