Peligro de muerte en prisión
30 presos se han quitado la vida en las cárceles este año; en 2004 hubo 40 suicidios, 12 más que en 2003
Manuel era gitano, tenía 27 años y buena mano para el dominó. Había pasado muchas fatigas hasta conseguir desengancharse de la heroína, pero últimamente se le veía muy bien. Echaba un cable en la lavandería y alternaba en el patio con su padre, su hermano, un primo y un tío suyos, todos ellos compañeros de prisión. La semana pasada, Jordi Rosa, un preso de 26 años que ayuda en la enfermería, fue llamado al módulo seis. Durante la noche, Manuel se había ahorcado con una sábana en su celda. De los 1.600 internos de la cárcel de Zaragoza, 70 estaban siendo sometidos a un control estricto de prevención de suicidios, pero Manuel no era uno de ellos. Al salir con la camilla, Jordi Rosa escuchó a los otros presos despedirse de su amigo gritándole "por qué".
El año pasado murieron 180 reclusos; de ellos, 40 se quitaron la vida
El centro penitenciario de Zaragoza alberga a 1.600 presos de 61 nacionalidades
Ni el director de la cárcel de Zaragoza ni la directora general de prisiones tienen la respuesta. 30 reclusos se han suicidado en las cárceles españolas desde principios de 2005. El año pasado, la cifra fue de 40, 12 más que en 2003. La muerte en prisión se ha convertido ya en la mayor preocupación de Instituciones Penitenciarias. Además de los que se quitaron la vida, otros 140 murieron durante el año pasado mientras cumplían condena o estaban a la espera de juicio. 33 por sobredosis, 92 por diversas enfermedades (31 de ellos seropositivos), dos de forma accidental, uno por agresión y otros 12 por causas aún pendientes de determinar. Mercedes Gallizo, la directora general de Instituciones Penitenciarias, admite que la muerte en la cárcel -y de forma muy especial el suicidio- se ha convertido para ella en una obsesión. "Es la principal de mis preocupaciones", asegura, "más incluso que la sobreocupación. Sabemos que tenemos 10.000 presos más de lo que sería razonable que tuviésemos, que estamos un 30% por encima de nuestra capacidad, pero no sabemos por qué la gente se quita la vida en prisión. Hemos comprobado que a veces las personas que recurren al suicidio no se ajustan al perfil del suicida. Y ésa es mi obsesión: averiguar cómo les podemos ayudar. Tengo la duda de si estamos haciendo todo lo posible...".
La muerte de Manuel no hace más que agrandar esa incertidumbre. Sobre todo porque es el tercer preso que se quita la vida en la cárcel de Zaragoza en lo que va de año. Antes de él lo hicieron un joven atracador con ideas de ultraderecha y Mustafá Zanibar, un marroquí que cumplía condena por asesinar con fuego a un compatriota en Almería y al que se le acusaba además de pertenecer a la célula islamista que pretendía volar la Audiencia Nacional. La cárcel de Zaragoza, ubicada en Zuera, a 40 kilómetros de la capital en dirección a Huesca, tiene además otro extraño récord: desde que se inauguró, a finales de 2001, 23 presos han encontrado allí la muerte.
El director de la cárcel se llama Andrés Gonzalo. Es un hombre joven, pero con la experiencia suficiente para haber conocido otros tiempos. Épocas no tan lejanas -principios de los 90- en las que los presos para protestar se amputaban un dedo con la cancela del penal y lo tiraban sobre la mesa de un funcionario. Épocas de motines, de celdas ardiendo, de internos en los tejados. "Siempre se ha dicho, "explica Gonzalo, "que la experiencia es la principal herramienta de un funcionario, pero ahora todo ha cambiado". Un buen ejemplo es la prisión que él dirige. Con capacidad para 1.008 internos, nunca baja de 1.600. De éstos, más del 30% son extranjeros. "¿Quiere saber cuántas nacionalidades distintas hay aquí?", se pregunta para responder enseguida: "Sesenta y una. Estoy seguro de que mucha gente no sería capaz de escribir 61 países en un papel". Hay también en Zuera terroristas de ETA o capos del narcotráfico como Laureano Oubiña. "Pero sobre todo", coinciden Andrés Gonzalo y Mercedes Gallizo, "hay gente que nos llega muy deteriorada, psíquica y físicamente. La sociedad nos manda todos los problemas que no puede resolver: de angustia, de drogas, de locura...".
Es el caso de José, un indigente de 40 años que ingresó en prisión la primavera pasada. La policía lo pilló robando en un pueblo y el juez lo condenó a 15 días por hurto. Ingresó en Zuera y fue directo a la enfermería. Tenía antecedentes de meningitis, cirrosis, sida, tuberculosis pulmonar, atrofia cerebral y fuerte dependencia de las drogas. Fue llevado al hospital. Murió el 27 de marzo, un día antes de conseguir su libertad. Dice el director de la cárcel: "Yo no cuestiono la actuación de la policía ni del juez, pero me pregunto, ¿es aquí donde tenía que estar José?".
Fernando cumple condena en Zuera. Tiene 56 años, 30 más que Jordi Rosa, y juntos atienden a los internos con problemas físicos o tendencia al suicidio. A fuerza de asomarse al abismo, son capaces de poner en román paladino lo que Gonzalo o Gallizo explican en lenguaje técnico. "La gente viene muy rallada de fuera", dicen, "se meten de todo, viven la aventura, son unos héroes en su barrio y luego llegan aquí y se les cae el mundo encima. Sobre todo cuando se dan cuenta de que la aventura les va a costar siete años de una condena que tendrán que comerse entera. La juventud de hoy no está preparada para el fracaso. Se derrumba. Y además", añaden, "los psiquiátricos se cerraron y todos los que están mal vienen a parar aquí".
Hay un estudio reciente sobre el suicidio en la institución penitenciaria que es un tratado de la desesperanza. Lo encargó Mercedes Gallizo cuando empezó a percatarse de la magnitud del problema. Después de estudiar cada caso, el informe apenas puede dibujar un perfil del preso que se quita la vida: varón, español, de entre 21 y 40 años, soltero... Todos los demás indicadores son lo bastante ambiguos como para no poder extraer de ellos una conclusión determinante. Un ejemplo de ello es la variante "primeros días de ingreso". Hasta ahora se creía que la llegada del interno a la cárcel era un factor de alto riesgo, pero el estudio demuestra que no es el de mayor peligro. Sencillamente, no se sabe cuál es. También se creía que quien cae preso por cometer un asesinato podría ser víctima de un remordimiento que lo abocara al suicidio. Sin embargo, de los 40 que se quitaron la vida en 2004, 21 tenían condenas por robo.
Dice el director de Zuera que los presos se vuelven miopes con respecto al futuro, que no son capaces de ver más allá de tres o cuatro meses. De ahí que cobre especial importancia una conclusión extraída del nuevo programa de prevención de suicidios que se está poniendo en marcha en las cárceles. Dice que las modificaciones legales puestas en marcha por el anterior Gobierno -el cumplimiento de las penas íntegras y la dificultad de redimir condena- han "disminuido el nivel de esperanza de numerosos reclusos".
Nadie sabe si fue eso lo que le pasó a Manuel.
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