Escuchar la naturaleza
La autora se adentra en la localidad sevillana de La Puebla de los Infantes en busca de rincones llenos de magia
Ya decía el sabio Averroes, hace casi nueve siglos, que en la naturaleza nada hay superfluo. Debe ser por ello que en los últimos tiempos nos hemos aventurado a reencontrarnos con nuestras raíces y a valorar el olor a campo, el sabor de un buen pan cocido en horno de leña y la placidez de un atardecer frente a un lago. Ahora, yuppies y extraños, hemos encontrado en lo que damos en llamar "turismo rural" el modo perfecto de matar el tiempo de ocio. Las ofertas turísticas se han llenado de casas labriegas, cuevas rústicas y castillos medievales bien equipados para recibir al forastero con el sabor de antaño y las comodidades de hoy. En cualquiera de ellos podemos quitarnos de encima la costra urbanita adherida a nuestro metabolismo a fuerza de costumbre. Saco mi vestido de florecillas para irme inspirando y el mapa de carreteras para escudriñar posibilidades: algo que esté relativamente cerca de casa, montañas, aire puro, sierra... Sierra Norte... ¡La Puebla de los Infantes!
Pese a su origen prerromano, su nombre se lo debe al sabio de Alfonso X que allá por el año 1253 concedió esta tierra a sus hermanos en la llamada: Carta Puebla. Tomé la ruta que atraviesa la presa José Torán pero, unos cuatro kilómetros antes de llegar, me topé con el aparthotel Las Palomas. Hice una parada para tomar algo en su amplia terraza y disfrutar así del aire vigoroso que se respira y que duplica su valor si se vive en el centro de una ciudad. Las vistas desde allí son sorprendentes gracias a la elevación de 175 metros sobre el nivel del mar. En Las Palomas podemos deleitarnos con sus ofertas gastronómicas, hospedarnos en sus apartamentos y aprovechar la cercanía del embalse para practicar piragüismo, hacer rutas a pie o adentrarse en el ramal del río Guadalbacar, donde la naturaleza aún continúa virgen y los animales pasean confiados porque el hombre aún no termina de inquietarles.
Entré a La Puebla de los Infantes dispuesta a almorzar en el restaurante Agredano. Su dueño me contó que el local lleva abierto al público desde el año 1923. Primero fue su abuelo, luego su padre y ahora él... tres generaciones dedicadas a atender las exigencias estomacales de la clientela más exigente. Había mucha gente tomando tapas acodada en barra pero preferí pasar al fondo donde su acogedor salón te hace sentir como en casa.
Después de la comida propuse darle a mi paseo un toque de cultura. En la calle Amapola visité la Iglesia de Nuestra Señora de la Huerta, patrona de la villa, construida entre el siglo XV y XVI. Estuve callejeando hasta toparme con la avenida de Andalucía donde me dijeron que se podían ver los increíblemente bien conservados lavaderos que, si se escuchan con atención, recuperan el sonido del agua y el bisbiseo de la gente que en un tiempo sacudió su ropa contra esas piedras.
Después, un poco de ejercicio. Nada mejor para fortalecer las piernas que una senda empinada, y es que todo el mundo sabe que un Castillo que se precie debe encontrarse en la parte más elevada. Es bueno no tener prisa y observar las calles que lo rodean, adornadas con el mimo de los propios vecinos y que puede sorprender a los que estamos acostumbrados a que sean otros quienes se encarguen del mobiliario urbano. El Castillo se construyó en el siglo XIII y es probablemente de origen cristiano. Sus dos torreones me miraron con desconfianza heredada de su pasado como defensa militar, así que sutilmente decidí acercarme a la Ermita mudéjar de Santa Ana, construida aproximadamente a finales del XV. Situada en la plaza del mismo nombre, se rodea de un encuadre delicioso, repleto de casitas encaladas, macetas de colores y el antiquísimo pozo del cual los vecinos siguen sacando agua pese a los reiterados intentos de la Policía Local de convencerles de lo contrario. Cuando llegué hasta la ermita, me detuve un momento; alguien me había explicado que si quería verla por dentro tendría que solicitar la llave y el beneplácito de Monte, la mujer que vive enfrente y que cual Frodo custodio de tesoros, se encarga desde hace años de mantener en buen estado el lugar.
"Empecé con diez años y ya tengo setenta y dos", dijo divertida. "Hasta me encargo de hacer sonar la campana en la Velá", y sin perder la sonrisa me hizo una demostración práctica de repique que despabiló de la siesta a la mitad de los habitantes del pueblo.
Ya entrada la tarde, mis irreprimibles instintos urbanos me burbujearon en la cabeza para traerme visiones de pasarelas de moda, pero no crean que en La Puebla de los Infantes no pude saciar mis deseos de ropa de diseño ya que la creadora Loli Vera, una de las principales referencias de este país en moda flamenca, tiene su taller aquí. Con mucho arte y poderío me enfundé un vestido de flamenca con cincuenta y tres lunares y tres metros de puntillas, me pinché un clavel reventón en la oreja y salí dispuesta a ponerme el mundo por montera.
Comenzaba a oscurecer y busqué un lugar en el que refugiarme. Alguien me habló de la finca los Cerrillares, enclavada en el Parque Natural de la Sierra Norte de Sevilla. Rodeada de naturaleza y olor a libertad, en la finca se puede practicar el senderismo, dar paseos a galope en uno de los caballos, pescar, pintar, tirar al arco... pero sobre todo relajarse.
Después de este día, mi cuerpo me pedía descanso. Como comencé mi paseo con una frase célebre, recordé otra de Victor Hugo que decía algo así como que la naturaleza hablaba mientras el género humano no la escucha. Decidí llevarle la contra y pararme a atender lo que me decía la naturaleza hasta que me atrapara el sueño. Me mantuve en silencio escuchando cómo ella me acunaba.
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