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Necrológica:EN MEMORIA DE HARO TECGLEN
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

La vida en vilo

Manuel Rivas

Hay una ventana vacía. Ese vacío de la ventana es inquietante. Desde hace mucho tiempo, por lo menos desde el 14 de abril de 1931, había un niño allí. La madre, Blanca Rosa, le dijo: "Vente a la ventana". Las acacias de Madrid estaban en flor. Era un día de fiesta, de alegría. La gente traía en hombros a la República y la madre sacó de debajo del balcón su bandera de Mariana Pineda. Su abuelo librepensador, y capitán de la Guardia Civil, le había puesto a una hija de nombre Paz, Pensamiento y Libertad. El niño se encaramó a la ventana para ver el día y el día, a su vez, trepó y entró por la ventana para quedarse. Cuando hablaba solo, en realidad hablaba con Catorce de Abril, que para él era un personaje entrañable de novela juvenil a la manera del arponero Queequeg para el Samuel de Moby Dick. En aquel tiempo, a él le gustaría ver aparecer por la ventana a la actriz Jean Harlow. Aun cuando la ventana se hizo añicos, el muchacho siguió allí. Para oír. Amaba las voces valientes y hermosas, como la de Pasionaria o la de Paul Robeson, el cantor negro que llegó a acallar bombarderos e hizo del Madrid, ¡qué bien resiste! un himno contra la derrota de la humanidad.

Luego llegó un silencio mudo, el que precede a la tronada. Se vio a sí mismo remando en el ataúd de Catorce de Abril. Una urdimbre fúnebre había ocupado el paisaje. La tinta de los periódicos estaba hecha de sombra subalterna. Eduardo Haro llevaba cosida a la piel, como herencia secular, la carta de Luis Vives a Erasmo: "No se puede hablar ni callar sin peligro". Así que la vida en España había consistido e iba a consistir siempre en eso: vivir en vilo.

El muchacho era alto, erguido, con el arte de saber andar sin pasar por la Escuela de Pajes de Viena. Nunca abandonó la posición de la ventana. Eso fue importante para él, pero también para todo lo que había al otro lado de la ventana. Era vital que el niño, pasaran los años que pasaran, permaneciera allí. En vilo. Desde la ventana, tenía la misma perspectiva que el buen remero. Se rema de espaldas hacia adelante, hacia lo desconocido, y cada vez es más amplia, más esférica, la panorámica. Los días escogían aquella ventana. Aquella ventana que se distinguía de tantas otras porque había una mirada libre. Y a los días le gustan las acacias en flor y las miradas libres. Esa relación sin tapujos con la vida tiene mucho que ver con la forma de escribir de Haro Tecglen.

Su periodismo era el más moderno, el más joven, sin pretenderlo. Si había un nuevo periodismo en España eran esas columnas silvestres, flores de asfalto, nacidas cada día en el arrabal de la página. Podían leerse como una letra rap, como una pieza de hip hop, como un graffiti. Como un pasquín en forma de ventana donde el estilo era el grafismo de los añicos laboriosamente pegados con la goma arábiga de las palabras. Cada frase tenía implicaciones, como una medida de oxígeno. El periodismo contemporáneo fabrica sus propios sarcasmos: se trata de distinguir entre el grano y la paja, para publicar la paja.

Haro iba siempre al grano. Por eso todos los que han soñado o sueñan con un periodismo indómito tenían ahí su noray. A veces adoptaba un irónica pose pugilística. Pero sus contrarios deberían decir como Lucilius en el epitafio de Apis: "Ni cuando nos fajábamos nos hacía daño". Todo lo que escribió era para respirar. Para sostener la luz de la primera ventana.

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