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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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El muro

Primero fue una espiral de espino colocada en el suelo. Bastaba levantar la pierna y saltar por encima para acercarse a comprar cacahuetes a los puestos situados al otro lado. El guardia civil te llamaba: "Oiga, señora...", y volvías con tus cacahuetes a Melilla. Como en Berlín cuando los primeros fugitivos buscaban la libertad cogiendo el metro en una estación comunista y bajándose en otra capitalista. Luego llegaron las vallas metálicas, que crecieron a lo largo y a lo alto. Ahora también crecen hacia abajo, desde que los marroquíes construyen un foso en su territorio.

Hasta lo del foso, todo sucedía en territorio español; la doble valla, el pasillo intermedio... Tan español que la Guardia Civil tenía la llave de la verja que daba a Marruecos.

Sin embargo, a ese mobiliario español, las autoridades empezaron a ponerle nombres pintorescos. Primero "territorio fronterizo". Luego, "zona neutral". Y desde que el PP les acusó de regalar suelo patrio, el pasillo se llama "zona militar". Por si algún día el sargento se deja la puerta abierta.

Como no podemos llamar "enemigos" a unos asaltantes inermes que corren a presentarse a las comisarías españolas, nuestros soldados patrullan sin balas en los fusiles. Quizás les permitan llevar unas cuantas piedras, para mantener la proporcionalidad en caso de enfrentamiento.

Paradojas de la globalización. Somos un país europeo que garantiza los derechos humanos de los extranjeros cuando se encuentran en España. A la vez, devolvemos a Marruecos a subsaharianos que han solicitado asilo político en Rabat sin exigir el compromiso de no deportación a sus países de origen. Y cuando la televisión hace visible el abandono de los deportados en el desierto, nos consuela ver la procesión de vicepresidentas que exigen trato humanitario.

¿Cuánto tiempo podrán mantenerse a base de murallas nuestros derechos y libertades, si nuestros vecinos carecen de ellos? Hace unos decenios, los norteamericanos decían defender la libertad frente al comunismo mientras se apoyaban en dictaduras militares a lo ancho del mundo. Les acusábamos de imperialistas. A nosotros nos gusta que todo el mundo sea libre y feliz. Pero no lo es. Por eso nos agobian las tremendas imágenes de estos jóvenes abatidos por la más implacable desigualdad de oportunidades. Nos produce perplejidad las profundas heridas en su dignidad de personas que reflejan en sus miradas ante las cámaras.

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La confusión no va a desaparecer gritando "hay que hacer algo", sino teniendo las ideas claras. En primer lugar, sobre los compañeros de viaje.

Me cuenta mi amiga sevillana que le ha invitado una asociación vasca de nombre Apertura. Cuando me enseña la carta, le digo: "Pero aquí lo que pone es 'Apurtu". "Pues eso, abrir fronteras, ensanchar las mentes", insiste. "Que no, Rocío, que no es eso; si acaso, querrán romperlas y abrir las cabezas a golpes".

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