Madrid 2025
Hace un cuarto de siglo, en el año 2000, la ciudad de Madrid se hallaba al borde del colapso circulatorio, los vehículos de motor atrapados en kilométricos embotellamientos envenenaban la atmósfera y un clamor apocalíptico de bocinas estridentes hería el aire, y en cada semáforo, y en cada cruce, un coro de sirenas varadas gemía de impotencia; los ciudadanos más pacíficos se transformaban en violentos energúmenos cada vez que se veían obligados a tomar el volante y los sufridos peatones se jugaban el tipo en las aceras invadidas y en las calzadas, donde los automóviles y las motocicletas imponían la ley del más fuerte. El piadoso alcalde Álvarez del Manzano se encomendaba a la Virgen y encargaba, a la buena de Dios, túneles y obras que pese a la mediación celestial quedaban obsoletas antes de su culminación. Ni las plegarias, ni las excavadoras, el programa de don José María se revelaba insuficiente, se necesitaba un verdadero plan de choque, y para ponerlo en práctica hasta sus últimas consecuencias, el pragmático Alberto Ruiz-Gallardón cambiaba la presidencia comunitaria por la alcaldía y Esperanza Aguirre, a trancas y tránsfugas, ocupaba su lugar. Pese a sus sonadas diferencias, los adalides populares colaborarían en la puesta en marcha de un ambicioso plan secreto que iba a cambiar para siempre el aspecto de la capital con una cirugía devastadora y agresiva: destruir para reconstruir, no dejar piedra sin remover, excavar, tunelar, talar, arrasar con colosales obras públicas el suelo y el subsuelo de la urbe, ubre ubérrima para las grandes empresas de construcción y sus intermediarios y comisionistas.
En el otoño de 2005, una giganta mal llamada Dulcinea, la tuneladora más grande del mundo, "alta como una casa de cinco pisos y tan larga como el Santiago Bernabéu" decía este periódico, comenzó a perforar y a revestir el túnel sur de la M-30. El nuevo túnel, aseguraba el alcalde en vena profética, reduciría los accidentes de tráfico exactamente en un 50% y ahorraría a sus usuarios 1,5 kilómetros de recorrido, menos da una piedra. En superficie quedarían 16 carriles y en las inmediaciones miles de vecinos indignados por los daños a la salud provocados por la magna obra. Las quejas y protestas de los ciudadanos, incomprensivos con los grandes proyectos municipales, surgían por los cuatro costados. En el colmo de la insolidaridad, protestaban, por ejemplo, los vecinos realojados de las casas afectadas por la construcción del Circo Estable, una institución tan necesaria, vital podríamos decir, para la cultura madrileña, y de cada árbol talado, y fueron miles, ecologistas ilusos hicieron un mártir. Dulcinea y sus hermanas y parientes siguieron su insomne labor perforadora, haciendo oídos sordos a tanta plañidera urbana y a tanto sufridor en casa; Ruiz-Gallardón continuó su ciclópea tarea.
Su rival y correligionaria Esperanza Aguirre colaboraría con iniciativas audaces y visionarias como hacer pasar la M-50, soterrada, eso sí, por el monte de El Pardo. Pronto los nuevos nudos de las autopistas de la zona se anudarían en una laberíntica trama a prueba de GPS por la frecuencia de las desviaciones y remodelaciones. No se trataba de comunicar Madrid, sino de incomunicar a sus ciudadanos y disuadirlos de salir, o entrar, con sus automóviles en la ciudad. "Dejad toda esperanza antes de entrar" sería el lema que sustituiría al "estamos en obras, perdonen las molestias" en las entradas de la urbe convertida en ratonera. En otro ingenioso ardid disuasorio, el ingenioso Alberto duplicó en 2006 la tasa de vado de garajes públicos y privados al tiempo que un bosque de parquímetros crecía en los alcorques de los árboles arrancados.
Ya saben cómo acabó todo. Miles de madrileños flaquearon ante tanta presión, se mudaron y descongestionaron voluntariamente el centro de la urbe en el que hoy quedan poquísimos y selectos vecinos. La pequeña tasa que hoy cobra el Ayuntamiento a los no residentes por visitar la ciudad histórica o acceder a los hipercentros comerciales de la Gran Vía los fines de semana, se paga con gusto. Las estatuas de Esperanza y Alberto que se dan la espalda en la Puerta del Sol, cuya remodelación terminará este año, están bien merecidas y aparecen cubiertas de flores todas las mañanas.
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