Ortega y el tecnonihilismo
El mayor legado de Ortega al siglo XXI es el reto de vivir la vida en tiempo presente. Lamentaba que su generación, la de 1914, nunca tuvo juventud. Se encontró emparedada entre el XIX, en que la moda era parecer viejo cuanto antes, y el siglo XX, en que se perseguía la eterna juventud. Su generación, nos dice, nunca fue joven porque tuvo muy pronto que asumir responsabilidades en España y en Europa. Hoy día aparentemente estamos en la situación ideal: los viejos están más jóvenes que nunca y los jóvenes son más viejos que nunca. En los unos se perciben las alegrías chispeantes de la biotecnología, en los otros, la prudencia y el cálculo anticipados. De responsabilidades, nada. Vivimos la vida en tiempo real. No hay tiempo para ello.
Esta situación se denomina hoy tecnonihilismo. Es la herencia del nihilismo del siglo pasado en las sociedades tecnológicas del nuestro. No es ya un nihilismo hacia atrás sino hacia delante. Antes indicaba el colapso del pasado, ahora, el colapso del futuro. Desaparecido el muro de Berlín, alzado el muro de Israel, menguada la amenaza nuclear de la guerra fría, pasado el miedo a apagones informáticos y pequeños Apocalipsis como el del año 2000, ahora tenemos dos variantes más temibles: la amenaza terrorista y el futuro como desilusión. Ambos están unidos.
Las ideologías digitales provenientes de la posmodernidad y el cyberpunk coinciden en un punto con el nihilismo clásico, y es en la voluntad de poder como voluntad de lo inmaterial. El resultado es la disolución del sujeto en un futuro poshumano. El terrorismo es la ideología de la acción directa. Y esta ideología ya no se expende sólo en los centros tradicionales. Con motivo de los atentados en Londres de julio de 2005, se puso de relieve que algunos de los jóvenes islamistas habían recibido su educación más extrema, no en las mezquitas, fácilmente detectables, sino a través de la web.
La tarea del intelectual consiste, según Ortega, en tomarle el pulso a su tiempo. En EL PAÍS, sábado 23 de julio de 2005, se leían las declaraciones de Omar Bakri Mohamed, imán radical exiliado en Londres: "Propongo escuchar la voz de la conciencia, porque es la voz de Dios. No hay otra alternativa. Cuando un hombre se hace explotar hay que ir hasta las raíces de lo que ocurre en su cabeza y en su corazón, o no existirá ningún lugar seguro en la faz de la Tierra". Y Mario Vargas Llosa reflexionaba en King's Cross (EL PAÍS, domingo 24 de julio de 2005): "Contra gentes así es muy difícil defenderse. Cuando alguien está dispuesto a sacrificar su propia vida para poder matar, se convierte en un arma de destrucción atrozmente efectiva".
Es necesario intentar entender lo que le pasa por la cabeza al terrorista, pero también lo que les ha pasado por la cabeza a destacados intelectuales occidentales. Eliminado el sujeto, finalizada la historia, sin fe en el futuro, difícilmente se puede plantear una alternativa y menos aún una resistencia eficaz. Poco a poco el terrorismo va ocupando su lugar en la "imaginación del desastre" (Susan Sontag). Para quienes amamos sobre todo la propia vida y las comodidades inherentes a ella, lo que no entendemos es que se inmolen y se les inmole en nombre de (éste sí) "El Gran Rechazo" (Marcuse). Lo que era una figura retórica se ha convertido en una idea peligrosa. Máxime cuando quienes la sustentan no son élites intelectuales, sino que se trata de gente corriente, de ciudadanos normales e incluso ejemplares. Llevaban, se nos dice, una doble vida, pero ¿quién no?
Ahora bien, todo esto no debe interpretarse como una crítica simplista al utopismo de las minorías selectas, sino más bien una amarga constatación de que todavía tiene mucho peso el nihilismo de minorías ineptas. Durante décadas se ha ejercido irresponsablemente por parte de algunos intelectuales un terrorismo de los valores en una sociedad que ya no cree en ellos, más allá de ocasionales manifestaciones edificantes. Se nos ha dicho que no seamos niños, que no miremos al dedo (imperfecto) que apunta, sino a la dirección (correcta) en que apunta. Pero quizá se trata ahora ciertamente no de mirar al dedo que apunta, sino de apuntar al dedo, para obligarle a cambiar de dirección.
En esta tarea puede echarnos una mano Ortega, que era un gran cazador. Propongo actualizar su definición como "Nada posmoderno y muy siglo XXI". Como es sabido, Ortega era radicalmente alérgico al nihilismo. No es que lo criticara mucho, sino que, a diferencia de su generación, aparece poco en su obra. Volver a leerla a comienzos de este siglo significa abrir una ventana para que entre aire fresco en una atmósfera cargada. De ese modo respiramos de nuevo "el aroma ideal de las cosas". Profundizar en su sentimiento estético de la vida implica sentir una nostalgia irreprimible, no de pasado, sino de futuro, en definitiva, de vida. Nos ha dejado una dirección: la vida como futuro. Y una tarea para nuestro siglo: la superación del idealismo (que es un nihilismo) tecnológico, en una apuesta decidida por las nuevas tecnologías. Porque el destino de nuestro tiempo es, a pesar de todo, vivir la vida en tiempo real.
Esta fidelidad a nuestro tiempo es el imperativo vital por excelencia de Ortega; es la voluntad, como decía su admirado Schiller, de ser ciudadanos de nuestra época. Más que nunca es hoy necesaria una nueva Meditación de Europa. En los años cincuenta, en momentos críticos de postración, consecuencia de una terrible guerra, Ortega fue requerido para que insuflara a los europeos confianza en sí mismos y en su propia cultura, en la capacidad de decidir su propio destino. Nada tiene esto que ver con las distopías tecnológicas del siglo pasado, que ahora se nos desvelan como profundamente reaccionarias en sus propuestas. Esa impotencia de cara al futuro, el determinismo de las tecnologías, la desaparición de los espacios públicos, la imposibilidad del ciudadano, y el refugio en la comunidad tribal, no dejan de ser signos de descomposición que propician, a su vez, la aparición de fórmulas totalitarias. Porque no se trata sólo de la pérdida de ideales, sino de convertir la pérdida en un ideal.
Frente a esta "imaginación del desastre" se alza de nuevo el emblema orteguiano de El Arquero, símbolo de la vida ascendente, exigente, excelente. Un Ortega "para náufragos" nos recuerda que somos tiempo, un tiempo presente proyectado hacia el futuro. El ser humano es futurición: existe anticipando el futuro en el presente. Se construye a sí mismo en el presente mediante la decisión. El futuro es el proyecto del presente, y permite que el presente tenga un futuro. El ser humano tiene así el control de su propia vida. Hoy día, la noción de tiempo real, de relación y reacción inmediata entre usuarios, hace que la palabra proyecto no sea tanto la forma como el presente va hacia el futuro, sino como éste está ya en el presente. Ahora bien, lo que interesa es un futuro que sea una promesa de presente, no su negación, prolongando de manera unilateral lo negativo de éste. Porque, aunque parezca mentira, padecemos un déficit de presente y un exceso de novedad en las tecnologías. Y ahí es donde nos espera Ortega, en este (medio) centenario.
José Luis Molinuevo es catedrático de la Universidad de Salamanca.
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